El adiós de Manuel Patarroyo, ayer en su casa de Bogotá, a los 78 años, es una dolorosa noticia para Colombia y Canarias y para el mundo científico. Premio Príncipe de Asturias y candidato al Nobel, Patarroyo era un enamorado de Tenerife, desde que visitó la Isla por primera vez en los 90 y se mezcló con la multitud disfrazado en unos Carnavales.
Fue tan asidua y afectuosa desde entonces su vinculación con la Isla hasta hace dos años (en que pronunció su última conferencia), de la mano del parasitólogo Basilio Valladares, que su muerte, de un paro cardiorrespiratorio, produce un gran impacto no sólo en el mundo científico local, sino también entre los numerosos fans que seguían los pasos de este médico e inmunólogo investido doctor honoris causa por la Universidad de La Laguna. Patarroyo y Valladares fueron grandes amigos y mantuvieron una estrecha colaboración a través del Instituto de Enfermedades Tropicales.
La brillante trayectoria de Manuel Elkin Patarroyo, nacido en Colombia y formado en Estados Unidos, en la Universidad Rockefeller de Nueva York (que abandonó voluntariamente para impulsar la ciencia en su país) se vio marcada por el descubrimiento de la primera vacuna sintética, que desarrolló para combatir la malaria, una de las enfermedades que provoca más muertes, unas 600.000 al año.
Dedicó su vida a la enseñanza y la malaria y, en 1994, recibió el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica.
En el 87, había parido aquella vacuna pionera, SPf66, contra esta enfermedad en su laboratorio de Leticia, una localidad en plena Amazonía fronteriza con Perú y Brasil, donde superó una campaña para impedir su investigación con monos de la selva.
Había logrado con su primera vacuna un rango de protección del 40% y la donó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) con la condición de que fuera dispensada gratuitamente en todo el mundo, como un regalo a la Humanidad.
Pero el sueño de este filántropo desafiaba los intereses de la industria farmacéutica y la vacuna fue boicoteada y nunca se aplicó como habría querido el padre del hallazgo, que se volcó el resto de su vida en perfeccionarla hasta lograr una protección superior al 75% con una última versión, la Colfavac.
Ese es el legado que deja en su ausencia y que, a buen seguro, dará ahora a la luz su hijo y sucesor, Manuel Alfonso Patarroyo, buen amigo también de Tenerife, a su vez inmunólogo como su padre y su primer discípulo en una larga batalla contra uno de los parásitos más complejos y dañinos, causante de una de las más graves enfermedades infecciosas del mundo.