Por lo general, los convencionalismos condicionan a las personas. Una de las mujeres afectadas por ese rigor fue la argentina Alejandra Pizarnik. De familia judía huida de Rusia, nació en ese país del sur de América en 1936 y permaneció sometida a su condición, a las prácticas consentidas de sadomasoquismo, la bisexualidad (hasta que tuvo que abortar) y, finalmente, la homosexualidad. Su vida, en el momento en el que existió y por la intransigencia, se movió entre el disimulo y la huida. Escapó hasta donde pudo por la escritura, una autora atractiva e inquietante. Así, hasta el 25 de setiembre del año 1972. Con 36 años de edad, tras un permiso del hospital psiquiátrico de Buenos Aires en el que permanecía internada por depresión, se quitó la vida ingiriendo 50 pastillas del barbitúrico Seconal. Los seres comunes de su alrededor llamaron “anormalidad” a lo que ella asumía en conciencia. Su obra está teñida de ese factor. Asumió su apartamiento de lo habitual. Mujer atractiva, no estimó unirse a un hombre, el matrimonio y demás encajes. Aguantó confinada en su unilateralidad y anclada en su provisión, aunque la fustigara el desequilibrio y el sufrimiento. De ese modo cifró su mundo. Lo confirma un libro que vio la estampa en el año 1971 en su ciudad natal, luego de ser propagado en México por la revista Diálogos en el año 1965: La condesa sangrienta. Copia el título y el tema de la londinense Valentine Penrose. ¿Qué contiene? La historia de la aristócrata húngara Erzsébet Báthory de Ecsed, la llamada condesa sangrienta, a la que se le imputaron en torno a 650 asesinatos de jóvenes vírgenes. ¿Qué razona esa intriga? La creencia de esa mujer de que la cruel desaparición de esas niñas la librarían de la vejez. Más la infausta convicción del placer por el sufrimiento de otros y por la sangre, sangre de las víctimas que caía sobre su ropa blanca. ¿Ante ese testimonio es lícito pensar que Alejandra Pizarnik secundaba lo que la condesa Báthory de Ecsed proclamó? Indudablemente no. Pero ésa no es la consecuencia, la consecuencia es lo que Alejandra Pizarnik pudo leer en el perverso e infausto modelo: ella ocultaba el goce, su lesbianismo, como la condesa los crímenes, y se confabulaba con lo que aquel ser se confabuló: la muerte y la crueldad. Es decir, por más que lo neguemos, cada sujeto de este mundo es dueño de sus actos. Aunque los seres “bien pensantes” las condenemos a la marginalidad y al desatino. Lo que queda es lo que las señala: libres pese a la infamia y la parquedad. Alejandra Pizarnik, un ejemplo.