Muchas veces me digo a mí mismo que demasiados episodios de la historia española, la nuestra, habría que tomárselos a broma, si no fuera por las tragedias que han acabado desencadenando.
Resulta que el presidente de los obispos, Argüello, ostenta una muy alta posición en una organización eclesiástica que es, además, un Estado: el Estado Vaticano. Así que el jefe de los prelados, que están integrados en una Monarquía absolutista, de legitimidad teocrática, donde hasta quienes integran el colegio cardenalicio son nombrados por el monarca (investido de infalibilidad en asuntos de fe y moral, eso sí, mientras no sucumba a tentaciones que huelan a progresismo), irrumpe en la escena política española para exigir, como vienen haciendo los inimitables representantes de la derecha política, elecciones anticipadas.
¿Pertenece el jefe de los prelados, o es heredero, de sus antecesores que bendijeron la Dictadura franquista y recibían bajo palio en sus recintos sagrados al responsable de tantos delitos de lesa humanidad?
Nos recuerda el maestro de historiadores Antonio Domínguez Ortiz, que a la Iglesia no habría que exigirle que pida perdón tanto por la “Pastoral colectiva” de 1 de julio de 1937, calificando de Cruzada la guerra desencadenada por el alzamiento contra la República, como por su conducta “en la época posterior, durante el franquismo”, que es cuando “la Iglesia española tiene muchas explicaciones que dar y muchas cosas de qué arrepentirse” (España, Tres Milenios de Historia).
Me voy a limitar sólo a estos antecedentes. No voy, por tanto, a adentrarme en asuntos como la discriminación de la mujer en el acceso a puestos ni oficios eclesiásticos relevantes de cualquier clase; ni profundizar en la plaga bíblica de la pederastia, tan relacionada con patologías mentales y degradaciones asociadas a un régimen de celibato obligatorio, impuesto por Inocencio III cuando ya había transcurrido más de un milenio desde el comienzo de la Era Cristiana. Este Papa “reformador”, retoño de la familia aristocrática romana de los Conti di Segni (rama de un tronco gentilicio del que también brotaron, agüita, los Papas Gregorio IX, Alejandro IV e Inocencio XIII) intentó erradicar de cuajo el ambiente de “relajación de costumbres” y conductas escandalosas de no pocos elementos del clero. Y lo hizo tan enérgicamente, y con tan duros efectos retroactivos, que lanzaron sin contemplaciones a las calles y a la miseria a las mujeres e hijos de los pastores del rebaño.
Ni tampoco me sumergiré en los escándalos o la corrupción ligados a las finanzas y la banca vaticanas.
Y no lo haré porque respeto a los innumerables cristianos que, a lo largo del tiempo, han practicado honestamente y difundido -sin imponerlos por la fuerza de las armas a los pueblos originarios sometidos por el colonialismo- lo mejor de los valores cristianos, los relacionados con la dignidad y la igualdad entre todos los seres humanos, criaturas hechas “a imagen y semejanza de Dios”. Esos valores que pisotean a diario los que difunden el odio con proclamas racistas y supremacistas. A cuya melopea de deslegitimación del Gobierno y a cuyas estrategias para recuperar el poder “al precio que sea” se acaban de apuntar Argüello and company.
He dedicado muchas, muchas, horas de mi vida a estudiar los orígenes, la elaboración y las transformaciones doctrinales y teológicas de una religión, que fue en un principio una secta (en el mejor sentido del término) de la muy efervescente religiosidad del judaísmo, e integrada por personas de condición humilde, hasta llegar a convertirse en la religión oficial (Edicto de Letrán, 313) de un Imperio en decadencia, que nunca había impuesto ninguna religión “oficial” a sus dominios. Y hasta acabar siendo manejada por la aristocracia de aquellos tiempos. Y de los tiempos que vinieron a continuación hasta…, hasta por ejemplo la burda falsificación y utilización de la denominada “Donatio Constantini” en la que los pontífices (¿que diría el Nazareno?) sustentaron sus posesiones y, sobre todo, su preeminencia y autoridad sobre todos los príncipes de la Tierra.
He rastreado las hemerotecas intentando encontrar algún pronunciamiento parecido, por poco que fuera, a esta exigencia de ¡elecciones ya! por parte de la jerarquía eclesiástica durante esta etapa democrática. Y nada de nada.
Ni siquiera cuando un M. Rajoy -sabrán identificarlo, supongo-, arropado por toda la cúpula de su partido clamó que el “Caso Gürtel” no era una trama del PP, “sino una trama contra el PP”. Y sin preguntas, claro. O cuando se conoció la existencia de la “Policía Patriótica” organizada por un ministro del PP, que hace alarde cada día de su catolicismo, versión ultra conservadora, para perseguir a adversarios políticos del PP y, no sé si más grave aún, destruir las pruebas de la corrupción. Ni siquiera entonces ni en cualquiera de los capítulos posteriores de la corrupción del PP, ningún obispo reclamó elecciones.
Permítanme Sus Eminencias Reverendísimas expresar una humilde exigencia: un poco de respeto a la inteligencia de los demás hijos de Dios, que somos todos. Y lecciones de democracia por la jerarquía eclesiástica española, NO, GRACIAS.
A buen seguro que el fascismo nuevo, en realidad el mismo de siempre, no clamará ¡Argüello al Paredón!, como amenazaban sus antecesores a Monseñor Vicente Tarancón, que también presidió la Conferencia Espiscopal, por su compromiso con la democracia y la apertura de la Iglesia.