tribuna

Por una sociedad culta y honesta

Por Leandro Trujillo Casañas. | Hay momentos en los que uno se detiene a mirar su entorno y no puede evitar hacerse una pregunta esencial: ¿qué clase de sociedad estamos construyendo? La respuesta, muchas veces, es dolorosa. Entre la desinformación que se propaga como espectáculo, la corrupción que se vuelve rutina y la agresividad que reemplaza al diálogo, emerge una sensación amarga: hemos olvidado los valores que dan sentido profundo a la vida en común. Frente a ese paisaje, hay un ideal que conviene recuperar, no como nostalgia, sino como brújula: una sociedad culta y honesta. Suena simple, incluso ingenuo, pero encierra una aspiración decidida. Cuando hablamos de una sociedad culta no nos referimos a una acumulación de títulos, adjetivos y distinciones, sino a una comunidad que valora el pensamiento, la reflexión, la lectura, el arte, la historia, la ciencia y la filosofía como bienes públicos y necesarios. Una sociedad donde se enseñe a pensar, a argumentar, a una crítica constructiva. Donde la cultura no es decoración, sino defensa contra el dogma, el fanatismo y la manipulación. Pero la cultura, por sí sola, no basta. Necesitamos también una honestidad profunda, no solo en los cargos públicos, sino en el trato cotidiano, en las pequeñas decisiones, en la forma de mirar al otro. Ser honesto no es solo no robar: es no mentirnos a nosotros mismos, no traicionar los principios por comodidad, no vender la conciencia por aplausos. En este sentido, las palabras de Enrique Tierno Galván cobran hoy una vigencia reveladora. Él insistía en que “la cultura es lo único que puede salvarnos de la vulgaridad y del dominio de los fuertes sobre los débiles”. Y lo decía no como intelectual alejado, sino como hombre público convencido de que la democracia solo se sostiene si está enraizada en una ciudadanía culta, capaz de pensar con criterio y actuar con decencia. Para Tierno, la cultura no era adorno: era condición para la libertad y la justicia. Este ideal -el de una sociedad lúcida y decente- no es nuevo. Está en la raíz del pensamiento clásico, en la tradición ilustrada, en los mejores proyectos educativos de la modernidad, y también en muchas luchas populares por la dignidad. Pero parece haber sido arrinconado por un pragmatismo cínico, que nos dice que pensar es perder el tiempo y que la honestidad es una rareza o una desventaja. Y sin embargo, sigue siendo necesario. Más que nunca. Porque sin cultura, seremos manipulables. Y sin honestidad, seremos destructivos. La pregunta es: ¿cómo recuperar ese horizonte? No hay fórmulas mágicas, pero sí caminos concretos: apostar por una educación crítica y humanista; defender los espacios de pensamiento libre; valorar a quienes viven con integridad, aunque no brillen en los titulares; exigir coherencia sin caer en el juicio moralista. No es que se pretenda hablar desde una tribuna y pontificar, en realidad este artículo está animado por una esperanza activa, por el deseo de vivir en un país -en un mundo- donde lo mejor del ser humano tenga lugar. A quienes todavía creen en la fuerza transformadora de las ideas y en la decencia como base de la convivencia: no están solos. Aún estamos a tiempo, si bien el mensaje que se recibe nos obliga a una acción individual y colectiva urgente.

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