Mientras en los países ricos gastamos mucha energía en discutir sobre el sexo de los ángeles, unos 700 millones de personas pasan hambre en el mundo y otros 2.300 millones están en situación de inseguridad alimentaria. Son cifras terribles que no impiden que cada año desperdiciemos más de 1.000 millones de toneladas de comida. Ocurre todo esto 80 años después de la fundación en 1945 de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación), creada tal día como hoy, que es el Día Mundial de la Alimentación, para fomentar la lucha contra el hambre, la desnutrición y la pobreza.
Por distintas causas (guerras, deficiente explotación del suelo cultivable, cambio climático, políticas comerciales abusivas…) no han perdido vigencia los objetivos que aconsejaron crear la FAO, pero no porque se haya cumplido la proyección apocalíptica del clérigo británico Thomas Malthus, que ya en tiempos de la Primera Revolución Industrial alarmó al mundo al señalar que la población crecía más que los recursos y que no habría comida para todos. Ahora, con el nuevo desorden mundial, han florecido nuevos malthusianos que anuncian que estamos en el límite del crecimiento. Al Malthus original lo desnudó intelectualmente Carlos Marx, que replicó con acierto que la ciencia y la tecnología lograrían mejorar los recursos.
A los malthusianos de ahora los desmiente la realidad. No faltan alimentos. Se desperdician, como he señalado al comienzo, ingentes cantidades de comida y sobra capacidad para producir mucho más. Sería necio negar la existencia de hambrunas y problemas alimentarios (Sahel, Etiopía, Somalia, Yemen, Afganistán, Haití, Gaza) y también afirmar que son consecuencia solo del incremento de la población y del supuesto agotamiento del suelo.
Asegurar la alimentación de una población en progresivo crecimiento no es una tarea sencilla, pero tampoco imposible. Habrá que contar con nuevos aportes de energía y agua, que son bienes escasos, pero, apoyados en el argumento que sostenía Marx (el progreso técnico) y ahora en los estudios realizados por los Nobel de Economía de 2025 (Mokyr, Aghion y Hwitt), bastaría con aplicar sistemáticamente a la industria agroalimentaria una parte del crecimiento sostenido que produce la innovación.
Sin necesidad de esperar nuevos avances -que los habrá- con la actual tecnología de Países Bajos (Holanda) la Tierra podría producir alimentos para una población más numerosa. Con una superficie cultivable que representa el 0,14% del total de suelo cultivable del planeta, Holanda es, detrás de EE.UU., el segundo mayor exportador de productos agrícolas del mundo.
Es dramático que tantos millones de personas sufran hambre existiendo recursos sobrados para evitarlo. No descubro nada nuevo si digo que con la tecnología 4.0 holandesa, financiación de los países ricos a los menos desarrollados, mejor uso del suelo, una red global de comercio justo, buenos hábitos alimentarios, no desperdiciar comida… y evitar la explotación abusiva del comercio y los precios, el hambre se podría reducir. Hace falta voluntad política y solidaridad, de lo que no andamos sobrados.
Al pergeñar estas líneas sobre el Día de la Alimentación, el pensamiento vuela a la hambruna provocada por el gobierno de Israel en Gaza, a la imagen que hemos visto en directo a través de la televisión de los niños palestinos literalmente en los huesos por desnutrición. El precario alto al fuego y el espectáculo de Trump no harán olvidar la masacre ordenada por el primer ministro de Israel, Netanyahu, ejecutada con las armas proporcionadas por EE.UU., como ha recordado el propio presidente estadounidense en las inauditas charletas en Egipto el pasado lunes, más propias de un vendedor de crecepelo en el lejano Oeste que del líder de la primera potencia del mundo.
Cierro estas líneas sobre la alimentación y el hambre evocando la figura del primer presidente estadounidense, George Washington, Padre de la Patria, que mejoró el rendimiento agrícola de sus plantaciones de Mount Vernon (Virginia), introduciendo algo desde entonces habitual, la rotación de cultivos. Un siglo y medio antes de la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos que consagró el derecho a la vida y a la alimentación, Washington soñaba con un país (EE.UU.) capaz de producir alimentos para toda la población mundial. ¡Cómo han cambiado los tiempos y los presidentes de EE.UU.!
