Agustín Amador había amarrado su fragor para visitar, sin que viniera a cuento, Helsinki y lo más que pudiera de Finlandia; que no era mucho pero que tampoco era poco. Aparte de unos cuantos lugares de América y de Europa, ya había vivido y sufrido (el magno frío para un canario y la oscuridad) ese norte del continente. Pero Finlandia, acaso por lejos, había escapado de su inquietud. Llegó la hora. Así es que, sin compañía, se acercó a la agencia tal y anduvo dispuesto a visitar la ciudad pequeña y los alrededores (los lagos y las llanuras) con atractivos interesantes. Así, los edificios y plazas primorosas, más un puerto que para sí contaba con destino, San Petersburgo, esa esplendorosa ciudad que no veían los ojos de los de allí, pues solo ven vodka. Y por ello se encontraba en el aeropuerto del Prat, en Barcelona. De donde, claro concierto, la aparición: Juan Ramírez, el ser que había incordiado su vida y sus relaciones más precarias. Lo llamó celoso, ansioso, irrespetuoso, ese que socavó varias de las componendas de sus conocidos y algunos disgustos de su profesión. Así es que ni le hablaba ni esperaba toparse con él en ningún lugar del universo. Pero allí estaba, cerca suyo, con una cartera bajo el brazo y una maleta de viaje en la mano, con ese modo de manifestarse que daba pavor, la sonrisa siniestra etc., etc. “Aquí estás”, le dijo; “¿por qué me encuentro contigo cuando ni el mismísimo Belcebú me lo permitiría?”. “El mundo decora al mundo”, respondió; “nada ocurre por casualidad”. Y no es que tuviera ganas de invitarlo a un café, pero de allí no se movía, estricto, sólido, de pie. Me despisté para ir a lo mío, sin mayor preocupación. Y entonces sucedió: prohibido Helsinki; huelga del personal de tierra y nada que hacer. Me quedé como un muerto. De nuevo apareció: “No entenderás por qué, pero sé donde pretendes ir y lo que ha ocurrido”. ¿Cómo? Aquel hombre, aparte de algo sentencioso, era inteligente y se preocupaba de conocer lo que ocurría a su alrededor. “Hay remedio”, afirmó. Se iba a Berlín y contaba con medios para acomodarme. “Este es tu turno”. Cambié el pasaje, me subí a un avión y volé a Berlín al lado de quien fuera mi enemigo. La reencontré, la reconocí: la ciudad doble, la comunista de largos edificios de pisos, eso que hoy nos decora, y la capitalista y rica. Sin salchichas en la calle, pero una excepcional cerveza. Y ahí, al lado, el amigo sutil del que me alejé. Lo recuperé, porque el destino había previsto que lo recuperara. ¿Qué devolvió? No tanto lo que absurdamente y por engreído había perdido; descubrí lo que en verdad era y cómo era, eso que indecorosamente desvié de mi existir. Para eso sirve la distancia. Te encuentras solo ante ese pleito y, ahí, o todo se ajusta o todo se lo lleva el diablo. De Helsinki a Berlín.
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