Sin duda alguna los efectos colaterales más evidentes de las medidas tomadas en casi todo el mundo para evitar —con escaso éxito— la propagación de la terrible COVID-19 son económicos. La razón es obvia: el impacto fue automático. Los confinamientos generalizados y el cierre de comercios provocaron en pocas semanas abruptas caídas de la producción y disparadas del desempleo.
La gran mayoría de los gobiernos, con el aval de sus asesores científicos, justificó la decisión con un argumento muy persuasivo: valía la pena perder algunos puntos del PIB y millones de puestos de trabajo para salvar vidas. Quienes trataron de advertir que la destrucción de la economía podía tener consecuencias muy graves fueron acusados de preocuparse más por el dinero que por la salud de la población.
Un grupo minoritario de epidemiólogos advirtió que ese enfoque no solo dañaba la economía, sino que también podía provocar graves consecuencias sanitarias. El problema es que sus planteos eran abstractos: mientras miles de personas morían todos los días de COVID-19, las secuelas de la interrupción de controles médicos, de tratamientos o de cirugías programadas sólo se verían en el largo plazo.
Algunos especialistas en salud mental trataron de llamar la atención sobre los efectos psicológicos del encierro y del aislamiento social prolongado. Pero chocaron con la misma pared: ¿qué puede significar una depresión al lado de una vida salvada?
Transcurrido un año desde que el coronavirus empezó a diseminarse por el mundo, los daños colaterales de la estrategia adoptada para contenerlo dejaron de ser abstractos. Japón, uno de los países menos afectados por la pandemia —con 4.800 muertes, 38 por cada millón de habitantes—, registró un alarmante alza de los suicidios en la segunda mitad de 2020.
Entre julio y diciembre, subieron 17,2% en comparación con el mismo período de 2019, según datos preliminares de la Agencia Nacional de Policía de Japón. Pero la carga de ese incremento no fue homogénea. Entre las mujeres, la suba fue del 37,5%, cuando entre los hombres fue del 8,2 por ciento. Algunos meses fueron especialmente críticos. En octubre, por ejemplo, crecieron 88,6 por ciento.
“Hay varias razones por las que la tasa de suicidio está creciendo”, dijo a Infobae Yoko Yamada, profesora de sociología de la Universidad Otemon-Gakuin. “En primer lugar, el gobierno japonés pidió a la gente que se pusiera en cuarentena sin ofrecer suficientes compensaciones monetarias. Los restaurantes, los bares y los lugares de ocio nocturno se convirtieron en blancos y el número de quiebras es elevado. Segundo, muchos trabajadores temporales fueron despedidos. Los hombres pudieron reincorporarse al mercado laboral en otoño, pero las mujeres no. Tercero, se cerraron las escuelas por el COVID-19. Las madres trabajadoras tenían que cuidar a sus hijos y hacer sus trabajos en paralelo. Por lo tanto, muchas se agotaron y dejaron su empleo involuntariamente. Además, el entorno de la vida en los hogares no es bueno en nuestro país. Hay poco espacio y el mensaje de ‘quedarse en casa’ agravó los conflictos”.
La distribución de los indicadores tampoco es homogénea entre las distintas generaciones. En el segundo semestre, el suicidio juvenil aumentó 49%, según un estudio del Instituto Metropolitano de Gerontología de Tokio. Este dato es particularmente inquietante porque es la principal causa de muerte para las personas de entre 15 y 39 años.
Si se toma al 2020 completo, se quitaron la vida 20.919 personas en Japón: 13.943 hombres y 6.976 mujeres. En 2019 habían sido 20.169. Es la primera vez en más de una década que hay un alza en el país.