El bichito

Los científicos persiguen a un ser minúsculo en el mar Mediterráneo, en el entorno donde se alza la fábrica de Anís del Mono. Lo excepcional no es que sea pequeño, sino lo que han descubierto: con solo tres milímetros cuenta con boca, ano, cerebro y corazón. El nombre que le han puesto es Oikopleura dioica. Lo estudian en solo tres países del mundo, España, Noruega y Japón, y dilucidan: no es razonable mantener lo que ha impuesto la religión desde que la Iglesia aceptó que Cristo era el líder: nuestros privilegios evolutivos. Lo que han conseguido argumentar los que analizan a ese bichito es que los humanos no hemos ganado genes ni los seres minúsculos, por ser lo que son, los han perdido. Corroboran que los compartimos. Así es que, como digo, no es razonable mantener eso de que por ser imágenes de Dios, que es supremo, somos divinos. Hablamos y podemos configurar el mundo, lo que somos y lo que son los otros, pero eso no quiere decir que lo que existe existe solo porque lo nombremos. Se recuerda al respecto una película excepcional: La increíble historia del hombre menguante, del año 1957. Se contempló a aquel hombre disminuir. También se lo vio enfrentarse a lo que en situaciones normales dominaba, como un inmenso gato. En esa situación desaparece del mundo y se adentra en el oscuro para salvarse de los peligros. Pongamos al ser menguante en la situación del Oikopleura dioica; en su insignificancia, continúa teniendo cerebro, boca, ano, corazón… Y la conclusión: cuando me convierta en un átomo, dijo, seguiré reflexionando, seguiré existiendo. Eso nos queda: disfrutar (pese a todo) de la vida y ser conscientes de lo que compartimos. Si repasamos la historia reconocemos: las pandemias más devastadoras de la humanidad: la viruela, el sarampión, la fiebre española, la peste negra, la plaga de Justiniano, el tifus, el cólera, el sida… En todas un bicho pequeño nos ha sorprendido y ha dejado millones de muertos para enterrar. Si nuestra relación con la materia fuera más responsable y menos arrogante, acaso nos veríamos forzados a dialogar, a comprender, más que a aniquilar. La medicina debiera ocupar ese lugar: conocer y poner a cada ser en su sitio, en su integridad. Así los venenos (los fármacos llamados) darían paso a lo que la inteligencia y el futuro nos deparará: saber cómo funcionan los genes (los nuestros y los de los otros) para, en todo caso, reparar. Es decir, si ocupamos el mundo es porque existimos, como los demás.

TE PUEDE INTERESAR