Una crónica de fútbol

Todavía sigo haciendo crónicas de fútbol por ahí. Y confieso que me llevé un disgusto cuando, el otro día, el Barça le cagó los calzoncillos al técnico y a los jugadores del PSG.

Todavía sigo haciendo crónicas de fútbol por ahí. Y confieso que me llevé un disgusto cuando, el otro día, el Barça le cagó los calzoncillos al técnico y a los jugadores del PSG. Porque mi recalcitrante madridismo me puede. La eliminación del PSG me costó dos trankimazines y un cabreo que todavía me dura. Del fútbol se dicen muchas tonterías, pero el PSG se acojonó tanto, tanto, como el Real Madrid en la primera parte contra el Nápoles en San Paolo. Luego, más tarde, en la segunda parte, los jugadores de blanco se acordaron de que el Madrid es el Madrid y el equipo italiano salió eliminado de su estadio.

El Barcelona, con no poca suerte y el árbitro, se merendó a los franceses en tres minutos y eso tiene su mérito. Voy a empezar a creer que el Barça es el mejor equipo del mundo en este momento, volviendo sobre mis principios y renunciando a mi pensamiento -que yo creía irreductible- de que los blancos son la leche. En mi libro Todos los magos son del Barça, cosa que mantengo, sostengo también que el FC Barcelona ha arruinado el paisaje mundial con su camiseta azulgrana. Ves un reportaje de la National Geographic y los porteadores negros llevan puesta esa prenda. Ves un atentado en Siria y los chicos que se acercan a contar los muertos llegan con esa camiseta puesta. Hay como una fiebre, pero el miércoles pasado el Barça demostró que la fiebre se justifica. Hay como una epidemia azulgrana, que hasta Puigdemont, que no debe tener muchas luces, asegura que puede ser premonitoria de otras pandemias. Supongo que el disgusto se me irá con los días, pero no estoy dispuesto a escuchar esas idioteces de que “fútbol es fútbol” ni de que Sergio Ramos es un nuevo dios. Ni a que el fútbol me devore.

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