El pollardo

Había, en Sevilla, en el colegio mayor, un tipo que estudiaba no me acuerdo qué. Se llamaba Rincón de apellido, aunque todo el mundo lo nombraba como el Pollardo

Había, en Sevilla, en el colegio mayor, un tipo que estudiaba no me acuerdo qué. Se llamaba Rincón de apellido, aunque todo el mundo lo nombraba como el Pollardo. Creo que el nombrete se lo puso Juan, un escandaloso de Las Palmas que estudiaba arquitectura. Todos estos deben ser ya septuagenarios, si es que viven. El Pollardo era el clásico individuo que lo organizaba todo, que se metía en todo y que se movía con cierto contoneo por los pasillos del colegio, sin ser maricón, creo yo, pero sí medio sarasa. A mí me hacen gracia estos tipos, aunque en muchas ocasiones suelen ser insoportables porque se lo saben todo, todo lo pretenden manejar y constantemente llevan la voz cantante. Yo pasé un par de años inolvidables en ese colegio mayor de Sevilla, cuando me dio por estudiar medicina, sin tener vocación de médico. Todavía tengo una foto, en la sala de disecciones, con cadáver y todo, junto a un tal Adolfo, un gordo de manos chiquititas y pinta de sucio, que era el jefe de mesa, o algo parecido. Aquello apestaba a formol y a alguien le dio por decir que si nos cortábamos con el bisturí se nos contagiaría una dolencia mortal que se llama cadaverina. Una sustancia tóxica que se produce en la descomposición de los cadáveres. No sé si corríamos ese riesgo o no. Pero, a estas alturas, qué más da. Mi mejor amiga en la facultad era Mari Filo Higueras, una hermosa chica cordobesa que murió en accidente de tráfico. Viajaba junto a su novio, médico también, que vive. He seguido el destino de ella por la Internet. Qué pena. Tenía unos ojos maravillosos y había terminado la carrera brillantemente. Recuerdo que el profesor Viñas, de Fisiología, cuando un tipo le daba mucho la lata, le decía: “Esto mío es un monólogo, hijo, no un diálogo”. Y lo cortaba.

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