De la hecatombe se salvará Carmelo

Tengo un director que no me merezco. Él me oculta sus virtudes, pero cerca de él trabaja gente que me lo chiva.

Tengo un director que no me merezco. Él me oculta sus virtudes, pero cerca de él trabaja gente que me lo chiva.

Me acaba de llegar una fotografía del estado en que se hallaba el despacho de Carmelo Rivero en la dirección de DIARIO DE AVISOS el día en que se produjo la hecatombe que arrasó en el mundo con los ordenadores y sus registros. “Él se salvará de la hecatombe”, me escribió el chivato, como pie de foto. En un universo en que las mesas están impolutas, en que es imposible ver un papel ni al revés ni al derecho, Carmelo Rivero es el campeón de los papeles. En un rincón del despacho (fotografía que también me llegó) hay una tonga imprecisa de periódicos, con fechas viejas y nuevas alternadas, como si este hombre, ya cincuentón pero padre reciente, estuviera en medio del síndrome de Diógenes. Lo guarda todo, especialmente lo inservible. En el caso de los periódicos viejos, ¿para qué demonios guarda este muchacho recortes, periódicos completos? ¿Tanto papel para qué, cristiano?

Me vino, además, por el peligroso mail de estos días, la fotografía de la mesa propiamente dicha, ante la que se sienta el director del DIARIO cada mediodía a ver qué demonios escoge entre las noticias o los reportajes del día. Ahí no cabe ni un maldito papel. Parece la mesa de un juez de paz, o de un juez solitario, en cuya comunidad sólo estuviera él para resolver los asuntos. Son resmas y resmas de papel, amontonados, sin una carpeta que los señale o los distinga. Una sucesión como de tomos de Thomas Mann (La montaña mágica) antes de ir a imprenta.
Le pregunté a mi atento corresponsal, cuya identidad guardo bajo llave, aunque no me contara secreto alguno, si siempre tiene así el despacho. No me dijo. ¿No hay algún momento en que se le ocurra aliviarse de papel? No me contestó el corresponsal. En un tiempo, antes de este retiro de trabajo que tengo en Miami, yo sufrí semejante síndrome; ocurrió estando de corresponsal de un diario venezolano en Argentina; mi mujer de entonces, una canaria que me presentaron, precisamente Martín y Carmelo en un viaje a las islas, me aconsejó que me curara de ese mal de papel. Ella tuvo en la familia personas así y terminaron locas, histéricas porque cada día tenían que averiguar, precisamente, qué había en el último papel de la resma más grande que tuvieran sobre la mesa. Y me mandó al psiquiatra. En dos sesiones éste dio con la cura. Haga usted, me dijo, como que ha perdido la memoria, recupérela de pronto y trate de escribir en un papel (en un papel, precisamente) qué son las cosas verdaderamente importantes que tiene en esas tongas inmensas de papel.

Me fui a La Biela, a recapitular. Pedí a los camareros de ese hermoso bar porteño que me pasaran papel de escribir. Y me dieron, por todo bagaje de escritura, una servilleta cuadriculada, blanca por un lado, negra por el otro. Me cabrían ahí cinco o seis asuntos, con eso no me daría para nada.

Cuando me puse a escribir vi que sólo me venían a la memoria, lentamente, primero uno, después otro… y después otro. ¡Tres asuntos entre tantos como creí tener almacenados!
Ahora que se ha producido el enorme cataclismo cibernético me fijé en las tongas de Carmelo y en lo que han perdido tantos mails del mundo. Carmelo tiene razón: aunque ahí sólo tenga tres asuntos importantes él nunca tendrá miedo de perderlos todo de golpe.
¡El papel es lo último que se pierde! Ay, Carmelo, viejo zorro.

TE PUEDE INTERESAR