cartas desde rusia

Viendo fútbol en Moscú

Carmelo Rivero se cree que todo el monte es orégano, que porque en Moscú ya no esté la tez gris del comunismo la ciudad iba a ser unas castañuelas en la triste primavera de los domingos

Carmelo Rivero se cree que todo el monte es orégano, que porque en Moscú ya no esté la tez gris del comunismo la ciudad iba a ser unas castañuelas en la triste primavera de los domingos.

Porque cree que después del comunismo la gente baila en las calles, me mandó a hacer una excursión por los predios de Vladimir Putin, el director me mandó a hacer una excursión por la capital más melancólica del mundo desarrollado.

Y me dijo que le contara todo, como en un sumario periodístico.

Salí temprano; vi danzarines del Cáucaso ante el Kremlin, tocando flautas, vestidos a la usanza de su región, con los ojos tristes de los que buscan en el calor de las fogatas la inspiración para compartir música.

En las colas de las panaderías vi caras variadas, extranjeros que viven aquí trasplantados de sus países, diplomáticos serios que esperan que no les llegue la rebatiña de los intercambios de expulsiones. Vi también profesores de idiomas que llevaban en sus solapas ofertas de sus conocimientos. “Se traduce a domicilio”. Pregunté qué era eso, ese ofrecimiento. “Es una vieja tradición, de cuando los rusos no hablaban inglés”.

En los alrededores de la Plaza Roja vi numerosos corros de personas que se intercambiaban libros rusos en varios idiomas. Un muchacho avispado, con cara de haber venido de Siberia, en mangas de camisa bajo la lluvia, me preguntó si era español y me ofreció las obras completas de Dostoievski. Se las voy a mandar a Carmelo, para que vea que es cierto que ando de un lado para otro cumpliendo sus encargos.

Por la tarde me llevé una sorpresa. Cerca de donde una vez estuvo la valla canaria que pusieron unos juerguistas isleños, de Tenerife, para convocar a los rusos a hacer turismo en la isla, me encontré un bar conectado con el fútbol español. Y allí estaban dando un partido bajo la lluvia. Me tuve que restregar bien los ojos para reconocer que el que estaba jugando en casa era el equipo de Las Palmas. Diluviaba. Los españoles que veían aquel intercambio de patadas sin porvenir me dijeron que era una vergüenza que tan buen equipo estuviera ahora despidiéndose así de la primera división. Yo no dije nada, me fui de allí como un moscovita triste, buscando acomodo entre los usuarios del metro tras el cansancio de vivir el aburrimiento de una ciudad cuyos domingos se parecen a los que debió vivir en su día Dostoievski.

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