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El problema singular

Uno de los elementos fundamentales del Estado de Derecho es la separación de poderes. Y esa separación significa, entre otras cosas, un Poder Judicial independiente, compuesto de jueces también independientes e inamovibles, que juzgan y sentencian sin acepción de personas, con sometimiento al Derecho y de acuerdo con la Ley. No son aquellas máquinas de las que hablaba Montesquieu porque, en cuanto personas, no son objetos sino sujetos y, por lo tanto, son subjetivos. Pero han de ser imparciales y apolíticos en el desempeño de su función jurisdiccional. Y, como son humanos, las leyes prevén sus errores y establecen un sistema garantista de recursos, para que esos errores, si se producen, puedan ser enmendados, y sus puntos de vista contrastados, en instancias superiores. Porque lo único que cuenta para ellos es la verdad judicial, los hechos probados más allá de toda duda razonable. La Verdad con mayúscula atañe únicamente a la Religión, la Filosofía y la Poesía. Sin olvidar en el ámbito penal la presunción de inocencia y el principio nuclear In dubio pro reo: en la duda, es un deber fallar a favor del acusado. Hasta aquí la teoría y lo que políticos, periodistas y tertulianos varios nos venden a diario que sucede en España. ¿Es eso cierto? ¿Se respeta en este país la independencia judicial y la separación de poderes? Pues no, rotundamente no.

En una democracia y un Estado de Derecho es insólito -y reprobable- que, en un ambiente de dictadura populista, las multitudes disconformes con una sentencia salgan a la calle pidiendo la cabeza de los jueces que la han dictado; que, al más puro estilo totalitario, se les señale, se les amenace socialmente con nombres y apellidos, en especial al autor de un voto particular absolutorio, y se recojan firmas pidiendo su inhabilitación. Se trata de una reacción antisistema propia de una sociedad sin referentes democráticos, con una histórica cultura política de intensos componentes anarquistas, y que vive a espaldas de sus instituciones y las sustituye por la calle. Todo ello jaleado por fuerzas políticas y medios de comunicación irresponsables y antidemocráticos.

Pero todo puede empeorar. El paroxismo ha llegado con el innecesario estrambote del ministro de Justicia, obsesionado con proteger a su Gobierno y a su partido de las posibles consecuencias electorales de la controvertida sentencia. Y, al servicio de sus objetivos y olvidando el mantra del respeto y no comentario de las decisiones judiciales, no se le ha ocurrido cosa mejor que atacar a los jueces, vulnerar la independencia del Poder Judicial, que está obligado a respetar más que nadie, y acusar al juez del voto particular de tener “un problema singular”, y al gobierno de los jueces de saberlo y no haber actuado en consecuencia. Intolerables acusaciones inconcretas, que, al modo de alguna feminista sobrevenida en estos andurriales macaronésicos, sin la menor prueba esparcen una sospecha genérica sobre todo y sobre personas que no pueden defenderse porque no se las cita. Pedir la dimisión del ministro, como hacen jueces y fiscales, es pedir poco. Porque él sí que tiene un problema singular. Y un problema que no parece tener solución.

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