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De milagros y otros imposibles

Los españoles somos un pueblo que parece vivir en un mundo ideal en el que todo es posible siempre que lo diga un papel, es decir, una ley o algo que se le parezca

Los españoles somos un pueblo que parece vivir en un mundo ideal en el que todo es posible siempre que lo diga un papel, es decir, una ley o algo que se le parezca; si bien nuestra cultura popular ha generado aquello de quien hizo la ley hizo la trampa. Digamos que somos deudores de una cultura política que podemos calificar de peculiar. Si para muestra basta un artículo constitucional, no olvidemos que el sexto de la Constitución de Cádiz dice, nada menos, que una de las principales obligaciones de los españoles, además del amor a la Patria, es ser justos y benéficos. Hace falta ser ingenuos, que diría el ciudadano insular de los constituyentes gaditanos. Pero somos así, creemos en el carácter taumatúrgico de las leyes, creemos que las normas jurídicas hacen milagros, aunque, al mismo tiempo, procuramos vulnerarlas lo más posible.

En el asunto de las pensiones todos mienten, y ningún partido, y menos el Gobierno, se atreve a decir que el actual sistema es insostenible, que no se puede financiar con sus propios recursos y que, incluso financiándolo vía impuestos y castigando a la clase media, como siempre, habría que someterlo a intensas reformas estructurales, que ya ha explicitado el Fondo Monetario Internacional: elevar a 70 años la edad de jubilación con carácter general; acabar con las prejubilaciones; congelar o reducir la cuantía de las pensiones y, desde luego, desligarlas del IPC o coste de la vida. Y todo ello si la economía española crece según lo previsto, y si el mercado laboral produce una masiva incorporación de jóvenes al trabajo estable, con el consiguiente aumento de las cotizaciones.

Todos los modelos sostenibles de pensiones, desde el británico al nórdico de Suecia, pasando por el holandés, incluyen tres componentes necesarios: un sistema público de prestaciones modestas en relación al último salario percibido -inferiores a las españolas-; un plan privado de pensiones contratado por las empresas o empleadores para sus trabajadores; y un plan privado contratado por los propios trabajadores. Unos planes privados que gozan de desgravaciones fiscales y que permiten que el futuro pensionista perciba el capital y los intereses del dinero que ha invertido, a diferencia de lo que ha aportado al sistema público en forma de cotizaciones, que se pierde en el pozo del sistema, no siempre gestionado eficientemente.

Pues bien, nuestros pensionistas reclaman en la calle, además de pensiones y salarios mínimos de 1080 euros (Es inevitable recordar que Simone Ortega publicó en Alianza un libro muy popular con 1080 recetas de cocina), que las pensiones queden ligadas al IPC y que esa exigencia se incluya en la Constitución mediante la reforma constitucional. Resulta entrañable esa confianza en la Constitución y en que las leyes políticas pueden modificar las leyes de la Economía.

Si el Estado asumiera tal demanda estaría firmando su sentencia de muerte, que se produciría por bancarrota: es un deseo de imposible satisfacción porque conduce al colapso económico público. Pero nadie lo reconoce, el Pacto de Toledo hace un brindis al sol, y las ministras de Pedro Sánchez de Economía y de Hacienda, según su costumbre, afirman una cosa y su contraria, e improvisan una ocurrencia aquí y otra en Europa, sin que el rostro se les altere. El propio presidente ni siquiera dice nada. Y su rostro se le altera todavía menos, por supuesto.

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