en la frontera

Ética y poder

El poder tiende a la corrupción. Es una afirmación que se verifica desde hace mucho tiempo

El poder tiende a la corrupción. Es una afirmación que se verifica desde hace mucho tiempo. Por eso, hace falta que el que ejerza el poder cultive las cualidades democráticas básicas necesarias para luchar por el bien de todos, especialmente de los menos favorecidos. Moderación, sensibilidad social, apertura de miras, integridad, sobriedad, honestidad, etc. son algunas de esas cualidades. Quien aspire al mando debe tener presente que, como dijo Cowper, “el incremento del poder engendra el incremento de riqueza”. Quien quiera ejercer el poder debe conducirse con sumo cuidado en los asuntos económicos, pues no se puede olvidar que el dinero es un ídolo que campea en muchos corazones que sólo piensan en tener más y más.

Las cualidades democráticas básicas, de asumirse en su integridad en la cotidianeidad, garantizan que el poder sirva para lo que tiene que servir: el bienestar general de la comunidad. El poder es también, como cualquier actividad humana, un espacio para que quien lo ejerce mejore como hombre o mujer. Por eso, las cualidades democráticas básicas son tan importantes para la propia dignificación del trabajo en el poder y para la realización del político como persona. Aunque es “difícil juntar la concordia y el poder” (Tácito), en una sociedad democrática es fundamental que quien ejerce el poder tenga capacidad para generar ambientes de pensamiento compatible y complementario, así como una disposición permanente para buscar los puntos de vista comunes con vistas a la mejor solución de los problemas.

Nietzsche señaló que “dondequiera que encuentro una criatura viviente, hallo ansia de poder”. El ansia de poder no es mala en sí misma, lo que la convierte en perversa es su consideración de fin y no de medio. Quien busca el poder por el poder para sí y no para la comunidad es uno de los mayores traidores que moran en una sociedad democrática. Y cuando un pueblo ha alcanzado una razonable cultura política, sabe discernir inteligentemente quién está en el poder para satisfacer sus pasiones y caprichos, y quién está en el poder para satisfacer las necesidades colectivas.

Como enseña Colton: “Para conocer las fatigas del poder, dirijámonos a los que lo tienen en su mano; para conocer sus placeres, vayamos a aquellos que andan tras él, los sinsabores del poder son reales; sus placeres, imaginarios”. Siempre, claro está, que se esté en el poder con talante y mentalidad de servicio porque, si a lo que se aspira es a llevar una vida placentera en la cúpula, eso es otra cosa. Puede ser verdad esa frase que se atribuye a Andreotti de que el poder desgasta a quien no lo tiene. Pero no es menos cierto que también desgasta a quien lo ejerce correctamente. Sin embargo, en este caso produce un desgaste que vale la pena y que produce una de las mayores satisfacciones de las que puede disfrutar el ser humano.

¿Pierde su libertad quien accede al poder? Para Bacon estaba claro que había cierta contraposición: “¡Cuán extraño deseo ambicionar el poder y perder la libertad; apetecer el poder sobre sí mismo!”. Sin embargo, el ejercicio del poder no tiene por qué suponer un obstáculo infranqueable para la libertad. Al contrario, la libertad de quien está en el poder se puede, y se debe, mejorar mientras desempeña esta actividad. Ni el poder es absoluto ni la libertad es absoluta. En el juego de los límites y de la moderación, no tengo duda de que ambas realidades se complementan y enriquecen mutuamente.

¿Para qué el poder? Para contribuir al progreso de la nación. Para luchar por los derechos humanos. Para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Y, sobre todo, para que los que no tienen ningún poder y viven bajo mínimos, se incorporen a un mundo de cultura, educación y libertad solidaria. Casi nada.

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