Barrocos como Góngora o Quevedo lo llamaron “tormento y gloria”. Mi abuela lo nombró “amor de los demonios”. El común de los mortales transita por semejante senda. La literatura y el cine están llenos de ese tema. De donde los sujetos que viven se aprestan a darse de frente con la pasión, el bichito que se desata y te deja intranquilo, fuerza a desplazarte, a moverte hacia otra u otro. Pocos se niegan a ese apremio, como pocos se resisten a ser fieles de la secta que inventó Borges, la Secta del Fénix, o lo que es lo mismo, la secta cuyo rito es la cópula. Me lo contó. No porque yo tuviera alguna urgencia en que me lo contara, me lo contó porque es mi amigo y le dije que no entendía la actitud que manifestaba en los últimos meses, que ya no anduviera con chicas por ahí. Me respondió que se encontraba en la gloria, que ahorraba dinero y tiempo, tiempo que le venía bien para la bicicleta. Me lo contó. Encontró a su media naranja, se enamoró, se casó, tuvo un hijo y en el día señalado ella los abandonó, a él y a su engendro, sin volverla a ver jamás. De buenas a primeras se vio inmerso en una doble responsabilidad, madre y padre, y hasta la fecha, treinta años después. No todas las mujeres son iguales y siempre hay una puerta abierta para la esperanza. Ni por esas. La cuestión es el trauma, contestó. Eso (yo que soy psicólogo lo sé) es una enfermedad para la que no hay medicinas. ¿Qué confirma la herida?, le pregunté, ¿o he de cuestionar como botarate a alguien que abjure de compartirse? Somos seres sociales; no solo aspiramos a disfrutar de esa estima sino que, cuando la pasión mengua, odiamos la soledad. Y el tiempo es tiempo. Nada. Y eso que le recordé las espléndidas novias que ha tenido. Y eso que me esforcé en convencerlo de que era una anomalía el que sus relaciones duraran hasta que la chica le susurrara al oído que acaso debieran cambiar de posición y no verse los fines de semana y siempre en una casa distinta cuando no en un hotel. Eres un patético ramplón. Pongamos que sí, soy. Sé que toda experiencia marca, las malas hasta la anomalía. También que el mundo no es equitativo, no todos hemos de votar como vota la mayoría. Y es verdad que nos plegamos a la infausta costumbre. De modo que cuando nos encontramos con un caso como este siempre nos sale de dentro eso de “salvar”. Parece que es cosa de ajustar el mundo, poner en su lugar a quienes se niegan a tener trato con mujeres. ¿Quién cuestiona la ejemplaridad, ellos o los normales? No va más.
Traumas
Barrocos como Góngora o Quevedo lo llamaron “tormento y gloria”. Mi abuela lo nombró “amor de los demonios”