en la frontera

La crisis es moral

n el tiempo que vivimos es frecuente escuchar, o leer, que la crisis que atraviesa el mundo es, sobre todo, de carácter moral. Tal diagnóstico lo he encontrado, por poner ejemplos elocuentes y sólidos, en dos estudios de dos famosos pensadores franceses. Michel Crozier, en su trabajo La crisis de la inteligencia, y Alain Touraine en una conferencia reciente sobre la fragmentación del mundo.

Para Crozier, la cuestión es clara: “La crisis que vivimos es, ante todo, una crisis moral e intelectual”. Este autor plantea el tema en relación con la falta de adecuación de las élites a la realidad actual y señala que una de las claves del desarrollo futuro será precisamente la importancia creciente del hombre y de sus cualidades de comprensión, análisis, desarrollo conceptual y espíritu de investigación e innovación. Es más, termina su libro señalando que “nuestra única medida es el ser humano”.

Alain Touraine, por su parte, reflexiona sobre la idea de que la humanidad camina hacia un mundo unitario, pues la sociedad de la información parece imparable y cada vez estamos más cerca de todos y de todo. En un mundo en el que ha terminado el Estado voluntarista, en el que se ha globalizado la economía, en el que predomina la economía financiera…, resulta que el problema capital es de orden moral. Ciertamente, la experiencia de estos últimos años, especialmente los de la crisis económica y financiera, nos enseña lo que cabe esperar de planteamientos economicistas y de construir, a través del sueño intervencionista o del ensueño abstencionista, un modelo de ser humano manipulable, sin capacidad crítica, y que constituye la justificación para la perpetuación de élites que no buscan más que su propio beneficio. En efecto, la cuestión es de orden moral y será éste el ámbito en el que puedan encontrarse las soluciones. Soluciones que, aunque complejas, parece que, al menos, pasan por recuperar la confianza en el ser humano, en sus capacidades, en su libertad, en el replanteo de esos valores humanos que han hecho prosperar las civilizaciones: la equidad y la justicia.

Por otra parte, uno de los principios básicos de la ética pública es que quien ejerce el poder responda de sus actuaciones realizando su tarea de acuerdo con los valores permanentes y universales del servicio público. La historia ha demostrado, lo sabemos bien, que las sociedades corruptas han traído consigo gobiernos corruptos y viceversa. Sobre todo porque cuando se antepone el beneficio personal al bien común se rompe la armonía social. En efecto, cuando aumenta la corrupción, la confianza de los ciudadanos en las instituciones se resiente y se produce esa peligrosa separación entre gobernantes y ciudadanos hoy tan acusada.

La corrupción mina, y de qué forma, esa necesaria confianza que debe existir entre representantes y electores, entre ciudadanos y gobernantes. Y esa confianza en el sistema democrático es esencial, pues los ciudadanos deben tener razones para depositar su confianza en quienes administran y gestionan los recursos públicos y atienden las necesidades colectivas.

Hay que tener en cuenta que toda preocupación a nivel institucional depende en última instancia de la integridad personal del individuo. Esta es la clave: la práctica de las virtudes morales por parte de los ciudadanos. Por eso es necesario que personas honradas presidan hoy las instituciones, porque se negarán a participar por acción u omisión en la corrupción y así se podrá recuperar esa confianza perdida. Así de claro.

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