En una entrevista a Isabel Coixet, en la Sexta, salió otra vez esa angustia que nos atormenta a los españoles por sentir que hemos perdido todos los trenes que han pasado delante de nuestras narices. Parece que estamos atenazados por esa fatalidad de no llegar hasta las aguas de la piscina probática en el momento oportuno: cuando el ángel se acerca para agitar las aguas. Es una condena absurda porque, a pesar de todo, nos evita sentir el fracaso de viajar en el furgón de cola. Yo creo que es peor esto último. Bien mirado, no deja de ser una frase que expresa el relativismo de nuestra posición dinámica, la sensación de no acertar en elegir la plataforma desde la que observar el panorama, como si la verdad estuviera siempre de una parte. Quién acierta: ¿el que ve pasar los árboles a toda velocidad desde la ventanilla del tren, o el que observa a la máquina cruzar echando humo desde la protección segura del bosque? Ramón Gómez de la Serna resolvía este debate diciendo que habíamos perdido el andén. Una buena manera de plantearlo. Siempre perdemos algo: cuando nos vamos y cuando nos quedamos. Dejamos de estar en el lugar placentero y cómodo al marcharnos, y abandonamos la oportunidad de descubrir el futuro al desechar la oportunidad del viaje.
No sé yo si España ha perdido el tren o está harta de coger aquellos que no la han llevado a ninguna parte. Tampoco estoy demasiado seguro de que el tren se pierda cuando no se tiene ninguna necesidad de cogerlo, cuando nada apremia para cambiar de estación. Porque entonces estaríamos formando parte de una sociedad inquieta que quiere tomar todos los trenes que pasen, sin pararse a pensar a dónde la van a llevar. Se parecería a un padecimiento de intranquilidad motora, o psicomotriz, y esto no es saludable.
Lo cierto es que perder trenes es una actitud que se presenta a toro pasado, como un análisis de lo que pudo haber sido y no fue, una revisión derrotista y sempiterna de nuestros actos, que nos hace estar cayendo continuamente en el arrepentimiento por lo que no hicimos en lugar de por lo que hicimos. Haciendo balance de nuestra historia, son más las ocasiones en las que nos hemos subido al tren de los descubrimientos que en las que los hemos dejado pasar. Quizá el desencanto que nos abruma puede estar en ese exceso de viajes a los que ahora no asistimos con tanta frecuencia. O, tal vez, la justificación de este estado de decepción pesimista se encuentre en el deseo de continuar con nuestras ansias de responsabilidad innovadora, que nos han llevado al fracaso por empeñarnos en repetirlas cuando ya no eran posibles. Algunas aventuras emprendidas detrás de una vocación fatal han sido realmente catastróficas. Recordemos la fiebre patriótica que nos condujo al desastre de Cuba, o las ansias revolucionarias del Frente Popular que acabaron por hundir el ilusionante proyecto de la Segunda República. Una de las negatividades que nos acompañan es seguir considerando que perdimos aquellos trenes.
La historia viene dada para sacar la conclusión de que las soluciones se presentan cuando el tiempo considera que están lo suficientemente maduras. Ni antes ni después. La Transición española, según nos cuenta Santos Juliá en su magnífico libro, se inicia desde el momento en que se desata la crisis de la Guerra Civil, y tiene una larga fase de avatares que desembocan, al cabo de los años, en una realidad esperanzadora. Es en ese momento cuando tomamos el tren que nos llevó a la seguridad y al progreso. Nuestro pesimismo no nos hace verlo así. Por eso queremos apearnos del convoy y seguir diciendo, para nuestra desgracia, que hemos perdido todos los trenes. En esas estamos otra vez.