tribuna

Contrapunto y fuga de Olives, mi doble

Me solían confundir en la calle con un músico. “¿Sigues tocando la guitarra, Olives?”, me preguntaba la gente a menudo cuando era adolescente y periodista amateur. Un día, por tanto, me puse a investigar el paradero de mi doble, como en la novela de Saramago, El hombre duplicado, que leería muchos años más tarde. ¿Somos capaces de soportar que, entre miles de millones de semejantes, haya alguien que se nos parezca tanto que seamos dos seres iguales con vidas diferentes?, se plantea el autor portugués. Yo solo quería conocer (o reconocer) a ese tal Olives que era como yo. Los dobles son un tema apasionante, que se plantea en la tragedia griega. Existen en las películas y en la vida real. Si nos adentramos en el género descubrimos cosas sorprendentes. Ayuda mucho en esta clase de imitación el más mínimo defecto, una marca, como cuando la nodriza de Ulises le reconoció pese a ir disfrazado de mendigo, por la cicatriz. En el corredor de la muerte en Estados Unidos proliferan los condenados que reclaman un nuevo juicio por una sentencia injusta basada en una doble identidad. Nuestros sosias son dueños de cometer cualquier tropelía, pero sí tenemos la desgracia de vernos mezclados en sus turbios manejos a través de un testigo equivocado, pasaremos, cuando menos, un mal trago si con suerte prevalece la verdad. Ya digo que este asunto se las trae.

Los sosias de los actores y los políticos desempeñan un papel clave. Sylvester Stallone contaba con un doble, al parecer (nunca tan apropiada la locución conjuntiva) en el rodaje de su quinta y última secuela de la saga que jubiló en la Isla, Rambo. Los extras del cine se la juegan por su original, como los dobles de los jefes de Estado ponen la cara y a veces reciben la bala en acto de servicio. Dicen que Maduro abusa del clon por temor a que le vuelen la cabeza con esos drones que andan sueltos en el cielo revuelto de Caracas. Fidel tendría seguramente el suyo, habida cuenta los atentados incontables de la CIA, pero sí nos consta que nuestro Fidel del Carnaval, Antonio Meseguer, casi no lo cuenta tras el apuñalamiento que sufrió a manos de un majara durante una de las noches en que se disfrazó del comandante cubano. Esto de los dobles de pega o de ficción tiene su mitificación y leyenda. Pero lo mío era real y no dejaba de asombrarme. Me llamaban Olives y me preguntaban por mis progresos con la guitarra. Ahora que mi hijo va a clases de música con tan solo ocho años y aprende a tocar un instrumento tan respetable como el piano, confieso que jamás supe tocar la guitarra. Una cosa era cierta. Cuando Martín, mi hermano, ganó Canarias paso a paso, un programa de la prehistoria regional de TVE, se compró con el dinero del premio una guitarra y me invitó a viajar a Madrid con él y el instrumento, sin que tuviera ninguna lógica. Pero la guitarra, si bien la toqué, nunca fui más allá del mero tacto, frente a la facilidad con que mi hijo, con bisoñez y osadía, ya es capaz de ejecutar una sencilla canción y, si aún viviera nuestra vecina Carmen Rosa Zamora, la recordada profesora de piano, sus progresos serían, a buen seguro, mayores.

En aquellos tiempos yo ya practicaba este oficio barato, nada me costaba escribir en los periódicos, aunque tampoco me pagaran por ello, porque era un aprendiz. Por eso, cuando me propuse localizar a mi doble Olives, y supe que no solo era guitarrista, sino un músico en toda la extensión de la palabra, creo que le ofrecí la posibilidad de un modesto artículo en la prensa y entablamos una extraña y remota amistad. Él se fue de Canarias y el contacto se interrumpió. Se llamaba Juan José Olives. Ese era su nombre completo, como Daniel Santa-Clara se llamaba el doble de Tertuliano Máximo Afonso, el personaje de Saramago. Ahora, cuando veo los vídeos virales que calculan el escaso tiempo -en ocasiones, horas- que pasarán juntos los amigos más importantes a lo largo de su vida, compruebo con pena que Juan José Olives y yo apenas nos vimos un par de veces desde que nos citamos por primera vez en un punto de la Rambla para comprobar la peripecia de nuestra mímesis y romper el misterio. Éramos, en efecto, dos tipos duplicados, no sé si la dupla perfecta, antes de que los rasgos faciales, en ambos, sufrieran el rigor de los años y la similitud, que nunca desapareció del todo, fuera mermando. Aquella cita a ciegas fue magistral. No recuerdo ahora bien quién llegó primero al lugar convenido, pero nunca olvidaré nuestras caras, la que yo pondría y la de Olives, que reflejaba nuestra perplejidad, casi hilarante, a solas, ratificando nuestros rostros paralelos y casi nuestra idéntica complexión física, como si fuéramos fotocopias. Así vienen dadas las agniciones, decían los griegos clásicos. “Ha llegado alguien parecido a mí; pero nadie es parecido a mí, sino Orestes, luego ha llegado este”. Aquel silogismo en las Coéforos. Hablamos entre risas de las ocupaciones de cada cual. Adiviné en el acto que estaba ante una personalidad especial de canario sobresaliente (fue más tarde catedrático de dirección, fundó orquestas, grabó discos y fue doctor en filosofía, discípulo de Emilio Lledó). Sentí curiosidad por su vocación artística que me parecía un hallazgo de talento en mitad de la isla, porque entonces uno tropezaba por la calle con gente así, genios potenciales en las artes y las letras, como Félix Francisco Casanova, que llevaban la aureola en la cara. Después no sé qué hicimos, si tomamos algo o nos quedamos todo el rato, frente al Colegio de Arquitectos, junto a la Lady Tenerife de Chirino, donde concertamos el encuentro. Un día recibí un correo suyo de Barcelona con las letras de Agustín Millares Sall que había musicado. Y estuve al corriente de sus éxitos como director y compositor. Sabía que mi doble (yo, el suyo) se había convertido en una celebridad nacional, con la cercanía tan esquiva de vivir uno en el Atlántico y el otro en el Mediterráneo.

La otra noche, en el periódico, llegó la noticia de la muerte de Juan José Olives, tras una larga enfermedad, a los 67 años. Y me encuentro noqueado. Como si el espejo no me devolviera la imagen y, de pronto, estuviera solo en la Rambla, hace muchos años, esperando a una persona idéntica a mí para salir de dudas. Y esa persona nunca se hubiera presentado. Y el malentendido hubiera durado hasta hoy. No he podido comprender cómo se ha podido morir Olives antes de tiempo dejándome sin derecho a réplica.

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