tribuna

La hojarasca y la gresca

Una referencia de infancia, desde el balcón de nuestra casa en la calle de San Sebastián, eran las bandadas de hinchas, cuando acudían o regresaban de un derbi en el estadio, como el de hoy en Gran Canaria, recreando una suerte de parodia que consistía en portar jaulas con canarios y figuras alusivas al chicharro, […]

Una referencia de infancia, desde el balcón de nuestra casa en la calle de San Sebastián, eran las bandadas de hinchas, cuando acudían o regresaban de un derbi en el estadio, como el de hoy en Gran Canaria, recreando una suerte de parodia que consistía en portar jaulas con canarios y figuras alusivas al chicharro, con el fin de representar el atávico pleito deportivo. No hacía excesiva gracia, pero la intención era más hiriente que hilarante, y el grado de crispación futbolística entre chicharreros y canariones obedecía a una insania primitiva que entonces -en los años sesenta y setenta- estaba en su punto más álgido: zaherir al eterno contrincante y alimentar cierto odio tribal para dar sentido a la bronca como nutriente de la propia existencia de la afición y de la isla como enrocamiento. Es curioso que en el fútbol ha llegado a arraigar de tal manera esa animadversión entre seguidores vecinos y enfrentados que se concibe como algo común al ecosistema de la grada y el territorio. En los derbis argentinos entre el Boca Juniors y el River Plate ya hemos visto cómo se las gastan, y hasta qué punto la violencia congénita de esos duelos obligó a mudarse de país, viajando hasta España jugadores e hinchas, para consumar un rito bochornoso y brutal que denigra a un deporte y a una nación delante del mundo entero sin el más mínimo sonrojo ni el menor acto de contrición. La ofuscación no remitirá, ya es parte de una prosa, es santo y seña. Se asume cual inherente a una identidad que se describe como alma y arma del fútbol argentino, concebido como una práctica de alto riesgo, donde caen sobre el césped, ya no chuzos de punta, sino puñales de verdad.

España no está para dar ejemplo, tampoco, si ponemos sobre la mesa los ajustes de cuentas entre peñas ultras que han costado la vida a algún aficionado arrojado al Manzanares o herido mortalmente por una bengala lanzada por una mano anónima del monstruo de cien mil cabezas. Así definió Jorge Valdano a la afición en Sueños de Fútbol, cuando hace ya casi 25 años, conversamos de estas cosas y otras derivadas del deporte y su animalidad. El monstruo de cien mil cabezas. Lo que está sucediendo en la vida pública española es la traslación de lo visceral futbolístico a la cancha política. Algo que el reality show ya había ensayado antes con personajes precocinados a tal fin en guiones de berrinche y falsos careos, como los programas de Laura Bozzo censurados en América por trampear con las historias tremebundas de marginados sociales y violencia de género. Algo así como si los rugidos del indómito Rufián y los escupitajos de Jordi Salvador a Borrell estuvieran preestablecidos en un libreto de telerrealidad política, en la sórdida Europa del brexit y Salvini, y la guerra de Troya de Torra a la eslovena fuera un acto premeditado en Waterloo, y los hooligans de los CDR que se pertrechan para repeler el Consejo de Ministros del 21 en Barcelona fueran gremlins programados por la misma mano maquiavélica que diseña el formato de este show de Truman en que se ha convertido la política española y su telenovela catalana.

En la política de ibuprofemo de Sánchez con Cataluña, que diría Borrell, hay también algo de trampantojo, de ilusión óptica, donde el diálogo con Torra es más de besugos que de interlocutores reales, que se finge en lo virtual, en la verdad de las mentiras, como el título de Vargas Llosa. De modo que estamos matando el tiempo, o simplemente alargándolo, hasta que el monstruo de cien mil cabezas que tanto llena un estadio para malquistarse con Isco, como se encarama en los escaños del Congreso o el Parlament o corta autopistas y sabotea el peaje, tire una daga al aire y salte la primera chispa, esa vez de sangre, y se arme la de San Quintín si antes no se convoca a las urnas o a los tanques de la Constitución. La diatriba política española tiene un poco de todo esto, de montaje y teatralidad,de rencor impostado y turba futbolera llevada a los extremos de la Copa de Libertadores. Y, a su vez, emula una racha de ira que se expande por todas partes como señal de un tiempo hosco y despechugado que llega a las manos y desafía el orden, pues el caos en que deviene es su mejor caldo de cultivo.

Pedía Jerónimo Saavedra en estas páginas el domingo pasado prudencia, sensatez, sentido común y respeto. Y su prédica sonó tan lúcida como candorosa y extemporánea, pues nos hemos instalado en el guerracivilismo como leitmotiv, acá y acullá, que invocar tales virtudes elementales en toda actuación pública, y la política lo es la que más, chirría como si estuviera fuera de lugar, o pocos la secundaran a priori (no obstante, Sánchez ayer con la ONCE invocaba el respeto saavedrino y la sensatez), convencida la mayoría de que esos atributos no venden, no aguantan el test del oráculo de las redes, donde suena el albogue de Polifemo según le dé la gana a ese monstruo de cien mil cabezas. ¿Qué prudencia, qué sensatez, qué sentido común, qué respeto tienen cabida en el incongruente Congreso español? Cuando Ana Pastor no ha tenido más remedio que censurar -pese al inviable borrado de lo ya proferido-los exabruptos golpista/fascista de sus señorías, convengamos que la histeria colectiva se ha adueñado, ya no del fútbol como excremento de la grada, sino de la política y la vida pública en general, cuyos gladiadores están dispuestos, como en aquellos circos romanos, a dejarse “azotar, quemar y apuñalar”. De ahí que la advertencia de Ana Oramas en pleno gallinero, “se están cargando la Transición “, haya dado en la diana. Como han calado, en un rapto de fair play, los elogios de despedida del diputado paisano de Podemos Alberto Rodríguez dirigidos al compañero de escaño del PP Alfonso Candón, “lo vamos a echar de menos, usted es una buena persona y da calidez humana a este sitio”, como un gesto que nada a contracorriente y devuelve a la Cámara un aroma de cordialidad que dábamos por desaparecido. Casi cuarenta años atrás, me sorprendió gratamente durante una entrevista a Fraga, que el líder de AP me hablara de Fernando Sagaseta, comunista y diputado de UPC, como de una gran persona. Entre la hojarasca de la gresca crecen a veces también estos brotes.

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