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Vivir deprisa

Una de las consecuencias de haber vivido tan deprisa es darte cuenta, de golpe, de que hoy no conoces a nadie que ocupe cargo oficial, sea político o administrativo. Sencillamente, no estás en la onda, ni tampoco en el mercado, ni influyes un carajo en la opinión pública, ni eres ya eso que llaman un líder de opinión, que es un concepto antiguo y pasado de moda. Durante años me invitaban a todos lados, viajaba de gorra por todo el mundo y tenía un cierto estatus profesional, que me gustaba, aunque en ocasiones también me cargara. Fui el enfant terrible de la prensa local donde quiera que estuve y administré fatal mis facultades profesionales, probablemente elegí la profesión equivocada y dilapidé todo el dinero que gané, que no fue poco, en vez de crear un plan de pensiones que garantizara mi estabilidad, en la vejez. Pero que me quiten lo bailado. Mi vida fue transparente, hasta el punto de que he vivido para contarla y yo creo que no le he ocultado nada a los lectores. Media vida me la he pasado preocupado, no me explico el porqué, y la otra alegre y confiado, hasta el punto de que no notaba que los años transcurrían a la velocidad de un correcaminos. Cada vez que alguien habla de algún lugar en una conversación de amigos, me sale, porque es verdad, eso de “pues yo estuve allí”, porque realmente estuve. Conservo tantos recuerdos de aquella época dorada que no sé qué hacer con ellos y ahora lo que hago es ver cómo van desapareciendo los amigos, uno detrás de otro. Parezco un notario que lo cuenta. De todo esto hablé, ayer mismo, con otro amigo, por teléfono. Un amigo que termina derecho a los sesenta y pico años, lo cual le honra. Cómo han pasado los años, Dios mío.

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