tribuna

Maduro en una botella de escorpiones

Venezuela es uno de los países más ricos del mundo. En su haber están los recursos naturales, las minas, el oro inagotable, el petróleo, los diamantes, el ya mítico coltán, la tierra fértil y la prodigiosa belleza de sus paisajes

Venezuela es uno de los países más ricos del mundo. En su haber están los recursos naturales, las minas, el oro inagotable, el petróleo, los diamantes, el ya mítico coltán, la tierra fértil y la prodigiosa belleza de sus paisajes. Pero es la antropofagia política la que la empobrece y arruina, y la que esquilma sus tesoros con una querencia por el despilfarro y la rapiña que contagia a partidos y líderes de derecha y de izquierda en la gran cornucopia de la corrupción. Con eso no contaba Humboldt, que tras la escala en Tenerife, desembarca en Cumaná y queda eclipsado como un beato ante la aparición fulminante de la selva tropical. Cuando Hugo Chávez se hizo con las riendas del país en 1999, hace ahora veinte años, espoleado por estos antecedentes de miseria incomprensible en la abundancia y de corrupción endógena casi inextirpable, confesaba en petit comité que no podría domesticar ese caballo desbocado, el unto sistémico, la mordida en las entrañas del poder desde tiempos ancestrales. La democracia y la dictadura, en Venezuela, han tenido ese mismo endriago metido dentro.

Conocí a Carlos Andrés Pérez -por qué lo nombro es una obviedad- poco antes de su reelección en el 89 y me citó en la Torre de Las Delicias en la Avenida Libertador, donde tenía su comando de campaña. Me cacheaban hasta llegar a la planta noble donde CAP me iba a recibir, me sirvieron un guayoyo y me hicieron esperar. Pérez asomó la cabeza confidencialmente y me hizo una seña para que no desesperara, hasta que, al fin, salieron de su despacho una cuadrilla de prebostes con cara de negociantes cargados de papeles y maletones. Tenían la pinta de una panda de cuatreros comisionistas. Venezuela en estado puro. Carlos Andrés era popular o populista, inteligente o avispado, autodidacta, autosuficiente, ladino y vivaracho. “Si no me presenta mi partido, me presento solo”, me dijo, en mitad de una de las tantas borrascas de Acción Democrática, un partido casi octogenario que se repartía el bipartidismo con Copei, de la izquierda a la derecha. Lo presentaron y ganó. Era un adeco multimillonario, una de las grandes fortunas de América. Podía haber acabado sus días en la cárcel o en Santo Domingo en un exilio de lujo, y fue lo segundo a caballo de Miami, con Chávez ya en el poder. Ni el caracazo, ni antes aquel barco del diablo (el caso Sierra Nevada) que compró fraudulentamente, ni tantos otros turbios manejos en el Gobierno lo tumbaron. Todavía no había llegado el escándalo de Odebrecht, ni Alan García se había pegado un tiro en la cabeza para no ser detenido. Venezuela parecía hecha a imagen y semejanza de CAP. “Él roba y deja robar”, decía el pueblo con hábito de trampeo y tejemaneje: sobornaba para evitar una multa porque la policía era perfectamente venable, según la opinión general. De manera que ese poso sigue intacto. Hay un caldo de cultivo para la astucia y el enriquecimiento ilícitos. Cuando la DEA dice que el presidente de la Asamblea Nacional Constituyente Diosdado Cabello es un narcotraficante (como lo fuera Noriega, al que la CIA organizó la invasión de Panamá hace 30 años) pocas voces lo discuten. José Vicente Rangel salvó al Gocho Carlos Andrés Pérez de la condena por el barco en el Congreso: su voto lo exoneró. Y después, ya de ministro y mano derecha de Hugo Chávez, no se decían cosas halagüeñas de su moral y ética. Va en la sangre y el sistema nervioso de una república petrolera que en los años 70 era conocida como la Venezuela Saudí, porque los petrodólares le salían por las orejas, y de ahí la corrupción que la minó hasta hoy.

Una de aquellas noches que aterricé en Caracas para cubrir un proceso electoral, me comentó Teodoro Petkoff, exguerrillero, periodista y socialista, que Venezuela no tenía remedio si no le arrancaban ese tumor. Murió sin verlo. Ninguno de aquellos presidentes que conocí, Campins, Lusinchi…me pareció que fuera un dirigente razonablemente íntegro. Todos exhalaban un vaho putrefacto inequívocamente corrupto. Excepción hecha del más querido en Canarias de todos, Rafael Caldera, el amigo de los políticos tinerfeños, un copeiano que presidió su país como un papa, con equidistancia y bonhomía, en cuya quinta se firmó el Pacto de Puntofijo de la democracia cuando cayó Pérez Jiménez, y que hasta perdonó la cárcel a Hugo Chávez. Caldera era confiable, y hasta un perjudicado Jovito Villalba (la tercera pata de aquel juramento de la libertad con Rómulo Betancourt) parecía alguien entrañable cuando mi amigo Antonio Camacho y yo lo frecuentamos, ya en retirada bajo los efectos del alcohol.

Aló Venezuela fue un programa que inventó Paco Padrón cuando Radio Club era Radio Club. Me mandó para allá, cogí el avión y me planté con un micrófono y una grabadora en mitad de la plaza Bolívar. A todo el que pasaba le preguntaba si era de origen canario, y de la encuesta me salió un alto porcentaje afirmativo cuyos testimonios engrosaron mis crónicas de la emigración. Fui con ellas a ver a Arturo Uslar Pietri, en una casa llena de libros. Me habló del canario y del venezolano, era un hombre encallado en el desencanto. “Venezuela no ha sabido sembrar el petróleo”, decía. Parecía el último apóstol de una nación desaparecida. Pero sus pronósticos no erraron. Hoy Venezuela es la consecuencia de la autodestrucción que sufría en carne propia Uslar Pietri contemplado el desmoronamiento de su querido país.

Yo he sentido viendo a Guaidó y Leopoldo López -cuyos padres tienden lazos con Canarias- como si el mundo estuviera al revés, y la derecha fuera Maduro y la izquierda insurrecta fueran ellos dos. Son activistas contra las revoluciones fallidas de América, capaces de empuñar el arma de la palabra, como si Fidel y el Che retornaran en un reverso del tiempo. Las cosas han cambiado tanto, que ya no hay izquierdas ni derechas, sino derechos y desechos humanos. Y para mi sorpresa, siento cierta simpatía por esta pareja de conmilitones que van a cambiar la historia de su país. Y para mi contrariedad, lo van a hacer con ayuda del viejo imperialismo y del peor presidente de esa cuña que se recuerda. “Maduro está en una botella de escorpiones”, sentenció esta semana John Bolton, el asesor de Seguridad nacional de Trump. Y la clavó. Maduro desfila con sus propios traidores hacia el exilio dorado de los patriarcas o tendrá mal final. La fiesta nunca es completa. Si ganan – como espero- Guaidó y López, brindaré con la nariz tapada.

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