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No sobró nada

No, el domingo electoral no sobró ninguno de los cinco sobres ni los colegios electorales parecieron circos de cinco pistas, como hace días se auguraba en un artículo de opinión, muy desafortunado en términos democráticos, que tuvimos ocasión de leer. Porque un día de elecciones en un colegio electoral, con ciudadanos -y familias- haciendo cola para votar, a veces con niños pequeños o parientes muy mayores o con movilidad reducida, es la esencia de la democracia y de la normalidad democrática; una democracia y una normalidad democrática ausentes en nuestra historia y en la mayor parte del mundo, y que tenemos la impresión que muchos no valoran lo que debieran.

Somos un pueblo sin tradición democrática alguna, y en nuestro pasado, entre guerra civil y guerra civil de las dos Españas, las elecciones, cuando las había, significaban graves enfrentamientos fratricidas, caciquismo, compra de votos y manipulación o alteración de resultados. Por eso es tan admirable que, con estos antecedentes, después de haber sufrido años y años de asesinatos etarras, con territorios vascos en los que todavía no conviene hablar -ni escribir- de según qué cosas, y en los que una reunión política de según qué tendencia es calificada de provocación, los ciudadanos de este país hayamos interiorizado los usos democráticos con tanta rapidez. Y encima con una independencia declarada en una Cataluña fracturada social y políticamente, entre la crispación y la mentira.

Por si no fuera suficiente, fuerzas políticas irresponsables están poniendo en peligro lo conseguido en este período absolutamente excepcional en nuestra historia, desde posiciones antisistema que luchan en contra de lo que denominan el régimen de la Constitución de 1978. Comunistas, marxistas y marxistas-leninistas vergonzantes, que todavía no han asumido que el muro de Berlín cayó para bien hace muchos años. Es sorprendente la legitimidad social de que goza la ultraizquierda, a diferencia de la ultraderecha.

Los ciudadanos son más inteligentes y perspicaces de lo que algunos piensan, y añadir un quinto sobre a los cuatro que eran ineludibles incluso sin reforma electoral no implicó ninguna dificultad añadida, aunque hubiese sido deseable que la Administración electoral o el Gobierno de Canarias hubieran confeccionado y distribuido entre la población un folleto informativo. Porque, como hemos repetido innumerables veces, la lista regional no busca solo aumentar la proporcionalidad del sistema -que también-, sino, sobre todo, luchar contra la fragmentación insular, haciendo que el presidente del Gobierno sea votado por todos los canarios, y no exclusivamente por los electores de la isla en la que se haya presentado.

En la medida de lo posible, la lista regional evita las campañas electorales exclusivamente insulares, en las que las candidaturas pueden practicar -y practican- el séptuple lenguaje, y dicen -y prometen- cosas muy distintas en cada isla. En definitiva, la ausencia de una lista regional establecía entre nosotros un ámbito exclusivamente insular del discurso político, las campañas electorales y el liderazgo político, lo que dificultaba el fomento de una cultura política pancanaria y solidaria e incentivaba nuestro secular pleito insular.

Lo dicho, el domingo electoral no sobró nada.

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