por qué no me callo

El pacto de Medinaceli

l Pacto de Medinaceli engendró esta autonomía bicéfala que hizo una excepción con el Parlamento y lo ubicó en Tenerife. El reparto de los parlamentarios que a principios de los 80 convinieron esto aquí y esto otro allí no fue un acto cívicamente pacífico, sino una bronca en toda regla. Antes de la cumbre del restaurante del mismo nombre en la calle Duque de Medinaceli de Madrid -a la que se debe que el Parlamento esté en esta isla-, los representantes de UCD dilataron sus diferencias durante no menos de un año desde que el texto salió de Canrias a finales de 1980 hasta que el Estatuto llegó a la ponencia del Congreso a comienzos del 82, tras un intento de golpe de Estado de por medio. La mera idea de un estatuto de autonomía en las Islas estaba gafada desde los tiempos de Gil Roldán, cuya iniciativa se quedó en las gavetas del Congreso por una cuestión de horas, ya que Franco abortó la República y provocó una guerra civil. Medinaceli fue, como dicen en La Gomera, un pacto de colactación. Creo que eran tres los cabecillas del cónclave: Saavedra, Bravo de Laguna y José Luis Mederos. Y a Bravo de Laguna se atribuye la tesis de que era más importante para Gran Canaria tener la Delegación del Gobierno que el Parlamento. Genial decisión que en Las Palmas nunca perdonaron al brillante abogado del Estado (fue el número dos de su promoción, precedido de Mario Conde). Bravo de Laguna se defiende del desliz, invocando las ventajas estratégicas y políticas de ser la pata del Estado en Canarias, pues los delegados concentran en sus manos todas las piezas del Presupuesto y de la intendencia de Madrid con respecto a Canarias. En una cabeza que ambiciona manejar esos hilos, tiene su lógica; en otra que contempla el organigrama del poder en clave canaria, es un patinazo en toda regla. La sede iba a estar en La Laguna, para sortear el pleito entre las dos capitales, pero se impuso el centralismo de la intraísla y Santa Cruz adaptó el Conservatorio de Música y Declamación como hemiciclo de la oratoria autonómica. Y ahí se han escuchado los gallos y cloquíos de sus señorías. Tenerife no se ha quejado, aunque Teobaldo Power no sea Capitanía, donde Hermoso quiso poner, por cierto, el Gobierno. A falta de ese palacio de jardines y escalinatas para la postal, aquel pacto de Medinaceli dio mucho de sí. Se habló de bicapitalidad y se discutió mucho de lo humano y lo divino de la proeza de hacer posible la ortopedia de una islas, separadas por definición, dentro de un mismo arquetipo. Nuestra autonomía no tenía modelos, lo inventamos. Y los parlamentarios temieron someter el invento a referéndum , porque para entonces -años 80, repito- en la Organización para la Unidad Africana (OUA) habrían intepretado el hecho de que la abstención se impusiera como un respaldo a la independencia. Estaba bueno el ministro de Exteriores Marcelino Oreja para correr semejante riesgo. Y de ahí que el Estatuto se aprobara de rondón, sin el plebiscito de la calle. Hoy arranca la décima legislatura en el Parlamento que parieron los padres de la patria en una cafetería restaurante de Madrid. Casi 40 años después, se han vencido los miedos de la sede de la casa de las leyes, pero no la de la capital. No me mente esa bicha.

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