el charco hondo

El lector

Hace años un sondeo del CIS concluyó que los profesionales peor valorados eran los militares y los periodistas. ¿Y por qué los militares?, pregunté en alto a los amigos que comentaban la encuesta. Nunca me ha sorprendido la mala prensa que tiene la prensa. Duele, pero no sorprende. Se habla a todas horas de la desafección, descrédito y hartazgo de la política, y poco, o nada, de idénticos dolores respecto al periodismo. En esta profesión hay de todo, como en todas partes. Hay periodistas prescindibles, grises, necesarios, planos, brillantes, capaces, imprescindibles, luminosos, visionarios, líderes, oxidados, leídos, gregarios, mustios, supervivientes, mal leídos, camuflados, hormigas o cigarras, entre otros perfiles. En otros oficios el catálogo de subespecies no difiere, pero los periodistas están (estamos) expuestos a la observación de más gente. Una proyección pública que algunos confunden con relevancia, y no. David Jiménez, ex director de El Mundo, propone en su último libro, El Director, una radiografía demoledora del oficio apoyándose en el contexto que conoce, Madrid, con síntomas reconocibles en los ámbitos autonómicos y locales. En su descripción del planeta por el que transitan periodistas, financieros, políticos y multinacionales, Jiménez desnuda los males que han acabado contaminando, e incluso matando, al periodismo. Una mirada que los lectores de El Director hacen suya sin contemplaciones (algunos amigos, entre otros), dando por incontestable todo lo que Jiménez cuenta, ora certero, ora oliendo a ajuste de cuentas. El lector -o consumidor de información- es la pieza menos estudiada, el actor del que poco se habla, al que rara vez se anima a que lejos de limitarse a comprar lo que le cuentan haga por leer, escuchar o mirar siendo más exigente consigo mismo, siendo crítico. El lector no debe dar por bueno lo que le llega, aunque se trate de un ex director de El Mundo. No debe delegar en los periodistas las conclusiones, debe concluir por sí mismo. Si de periodismo hablamos, hay más. Se detiene Jiménez en la hoguera donde arden las vanidades de quienes creen que ser periodista nos convierte en protagonistas. Y no. No somos estrellas de ningún firmamento. Somos trabajadores, punto. Empecé a publicar columnas cuando estaba en el Instituto, con diecisiete años, en El Día. Una tarde, en casa de Itziar, vi cómo Rocky hacía sus cosas sobre mi artículo de aquel día, utilizado el periódico como en tantas casas para que el perro haga lo suyo encima. Rocky me dio una lección inolvidable. Aprendí, y nunca perdí de vista, que esto es un trabajo, punto final.

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