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Un gran salto para la humanidad

Después de tres días de viaje, la misión Apolo 11 entra en órbita lunar y comienzan los preparativos para el descenso de Armstrong y Aldrin a la superficie a bordo del módulo Eagle. Hoy se cumplen 50 años de aquel lejano 20 de julio de 1969
Aldrin fotografiado por Armstrong, quien aparece reflejado en el visor esférico de su escafandra. NASA
Aldrin fotografiado por Armstrong, quien aparece reflejado en el visor esférico de su escafandra. NASA
Aldrin fotografiado por Armstrong, quien aparece reflejado en el visor esférico de su escafandra. NASA

Por Enrique E. Domínguez

Rodeando el satélite a 100 km de altitud, los tres astronautas contemplan con asombro la extraordinaria visión del cercano pellejo magullado y lacerado de la Luna. Cráteres sobre cráteres rodeados de más cráteres, heridas causadas por millones de años de maltrato cósmico infligido por incontables impactos.

Tras trece órbitas para lograr la altitud y velocidad precisas, Armstrong y Aldrin se trasladan al módulo de descenso Eagle. Se procede a la separación del módulo de mando Columbia, a bordo del cual Collins permanecerá orbitando a la espera del regreso de sus compañeros.
Comienza así la maniobra que llevará a los dos astronautas en una lenta caída hasta posarse en el lugar elegido, al sur de la gran llanura conocida como Mar de la Tranquilidad. El Eagle realiza su descenso siguiendo un programa de pilotaje automático del ordenador de a bordo que debería guiar al módulo hasta el punto exacto de alunizaje. O, al menos, así debería haber sido…

EL ALUNIZAJE

A mitad del descenso, en el centro de control de Houston el oficial de guiado comunica al director de vuelo que la nave lleva más velocidad de la programada, por lo que va a sobrepasar el lugar elegido para el alunizaje.

Por su parte, los astronautas se dan cuenta de que no reconocen el paisaje que tienen ante ellos. Lo habían memorizado con tanto detalle como permitía la pobre cartografía y la limitada resolución de las imágenes de la época y nada concordaba con lo que ahora veían a través de las ventanillas. Se dirigían a una zona pedregosa cercana a un cráter y no había un lugar despejado en el que posar la nave sin destrozar el tren de aterrizaje. La posibilidad de abortar el alunizaje estando a tan solo unos metros de la superficie planeaba junto al Eagle como una siniestra sombra .

De pronto, el sonido de una alarma en cabina y luces parpadeando en el panel. Una vez, dos, y hasta en cinco ocasiones. Son diferentes alertas que avisan de sobrecarga de datos en el ordenador. Al poco, Houston concluye que se pueden ignorar las señales del sistema sin peligro.
Por otra parte, el combustible se agota, y esto, definitivamente, no puede ser ignorado en modo alguno. Deben alunizar enseguida. Armstrong decide pilotar el Eagle en modo semimanual para buscar un lugar apropiado en el que tomar tierra.

“60 segundos”, avisa Houston refiriéndose al tiempo de combustible disponible. Los astronautas, intentando no perder la calma, otean el horizonte a la búsqueda de terreno despejado. “30 segundos”. Rocas y más rocas, la ladera de otro cráter y otra vez rocas. Tensión. Angustia. Incertidumbre. En la Luna y en la Tierra. Y entonces, justo delante de ellos, ¡terreno llano! La siniestra sombra del aborto de la misión huye del lugar a toda prisa, consciente de que acaba de perder la batalla.

A las 20.17 horas (GMT) del 20 de julio, quedando tan solo 17 segundos de combustible en los depósitos, el Eagle se posa en medio de una nube de polvo levantada por el motor de descenso. “Houston, aquí la base de la Tranquilidad. El águila ha aterrizado”, anuncia Armstrong por radio con voz serena, pese a que los sensores adheridos a su cuerpo habían registrado hasta 156 pulsaciones por minuto un momento antes.

Habían recorrido casi 385.000 kilómetros, sobrevivido al espacio exterior y alunizado de una pieza, sorteando con éxito todas las dificultades según se presentaban, y ahora… Ahora, desde Houston acaban de darles la orden de dormir. Realmente, el sentido de tal orden no es tanto el descanso de los astronautas como hacer coincidir el primer paso en la Luna con una hora de máxima audiencia en Estados Unidos para la retransmisión televisiva del momento. Armstrong y Aldrin no tienen otra opción que observar el desolado y deseado paisaje a través de las ventanillas y armarse de paciencia para esperar más de seis largas horas.

EL PRIMER PASO

Finalmente, a las 02.56 horas (GMT) del 21 de julio, el pie izquierdo de Neil Armstrong abandona la plataforma de la escalerilla del Eagle. Vacilante, con cautela, posa la gruesa suela de goma de la bota de su traje espacial sobre la superficie, advirtiendo que se hunde unos centímetros en el fino polvo del regolito lunar. El momento es televisado en directo por la NASA a través de una cámara acoplada al exterior del Eagle. En la Tierra, más de 600 millones de personas contienen la respiración frente a las pantallas en lo que sería el récord absoluto de audiencia de un evento televisado.

Armstrong, de pie sobre la Luna, se dispone a decir las primeras palabras pronunciadas desde la superficie. Su intercomunicador crepita. Su voz viaja a lomos de una onda de radio que tarda poco más de un segundo en recorrer la distancia que le separa de la Tierra para acabar sonando al unísono en millones de altavoces alrededor del planeta. “Este es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”, sentencia. Conciso, certero y contundente. Probablemente, pocas frases en la Historia han dicho tanto con tan pocas palabras. La comparación entre lo pequeño y lo grande, entre un sencillo paso y un salto de gigante, entre un simple hombre y la Humanidad entera. El mundo estalla en aplausos y vítores.

Poco después, los astronautas se afanan en desplegar los experimentos programados para esta primera visita a la Luna, y que incluyen la instalación de un reflector láser para medir la distancia exacta desde la Tierra, un sismógrafo para detectar posible actividad sísmica y el impacto de asteroides, y una pantalla para recoger partículas de viento solar.

Terminada la labor científica y una vez plantada la bandera de las barras y estrellas en el nuevo mundo conquistado, Houston anuncia a los astronautas que, desde el despacho oval de la Casa Blanca, el presidente Richard Nixon está al teléfono para dedicarles unas palabras. Nixon, en la conferencia telefónica de más larga distancia jamás realizada, comienza su alegato con una breve exhibición de palabrería retórica, expresando el orgullo patrio, para concluir señalando: “Durante un momento inapreciable de la historia del hombre, todos los habitantes de este mundo son verdaderamente un solo pueblo. Están unidos por el orgullo de lo que habéis hecho. Y están unidos en el deseo de que volváis sanos y salvos a la Tierra”. No le faltaba razón.

EL HOMBRE MÁS SOLO DEL UNIVERSO

Mientras todo lo anterior sucedía, Michael Collins, orbitando la Luna a 385.000 kilómetros de casa y transformado en una suerte de satélite del satélite, se convertía en la persona más sola del universo. Tiempo más tarde, confesaría en una entrevista: “Cuando Neil pronunció sus famosas palabras yo fui el único que no pudo escucharlo; en ese momento estaba recorriendo la órbita por el lado oscuro de la Luna y mi radio no podía recibirlos ni a ellos ni a la Tierra. Creo que desde los tiempos de Adán nadie se había quedado tan solo”.

Collins, el menos célebre del célebre trío del Apolo 11, pese a protagonizar un papel aparentemente discreto, resultó en realidad vital para el éxito de la misión. Su excelente preparación y habilidades determinaron que fuera el escogido como piloto del módulo de mando Columbia y responsable del acoplamiento con el Eagle a su vuelta de la superficie para asegurar el regreso, sanos y salvos, de Armstrong y Aldrin.

Otros diez hombres caminarían sobre Selene a lo largo de las siguientes cinco misiones Apolo, grabando sus huellas para siempre en el oscuro polvo lunar, pero Collins no sería uno de ellos y nunca lograría cumplir su sueño de pisar la Luna.

LA LARGA VUELTA A CASA

La fase de ascenso del Eagle despega de la Luna para su reencuentro en órbita con el Columbia. Por delante, tres días de viaje hacia la Tierra durante los cuales será necesario una corrección de rumbo de último momento a fin de evitar un fuerte temporal en la zona inicialmente prevista para el amerizaje.

A las 16.35 horas (GMT) del día 24, el módulo inicia su reentrada en la atmósfera terrestre convertido, literalmente, en una bola de fuego debido al intenso calor generado por la fricción. Tras reducir drásticamente su velocidad, se despliegan los paracaídas, amerizando en el océano Pacífico a las 16.50 horas (GMT), cerca del lugar donde el portaaviones USS Hornet aguarda su llegada.

El módulo se balancea en un mar en calma bajo un cielo intensamente azul y los astronautas vuelven a sentir el peso de sus cuerpos en la gravedad terrestre. A bordo, 22 kg de muestras de rocas lunares para ser analizadas y tres hombres exhaustos con una gran historia que contar durante el resto de sus vidas.

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