Uno de los errores más frecuentes cuando se analiza la Transición española es calificar a la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez de partido de centro. No, a pesar de su nombre y de las declaraciones en ese sentido del propio Suárez, la UCD no fue un partido de centro, sino de centro derecha, que basó su éxito precisamente en ser hegemónico en el espacio de la derecha más genuina. Una derecha alimentada por las nutridas clases medias que el desarrollismo franquista había alumbrado, y cuya lógica social les llevaba a aceptar una democracia similar a la europea, que el turismo y la emigración les habían mostrado tan cercana. Y una derecha que, además, quedaba legitimada a su derecha por el franquismo de Alianza Popular, que aceptaba como inevitable la democracia y se dejaba conducir por el liderazgo confiable de Fraga Iribarne.
Ni siquiera Suárez fue plenamente consciente de la naturaleza del partido que había creado y de sus bases sociales. Por eso, cuando la UCD, que podía haber sido el gran partido del centro derecha español hasta nuestros días, fue destruida desde dentro, víctima de la pulsión irrefrenable hacia el suicidio y la autodestrucción que sufre la derecha española, intentó replicarla en el Centro Democrático y Social, cuyo previsible fracaso ni siquiera su carisma y su liderazgo pudieron evitar. El problema, que le obligó a dejar la política, era que el CDS sí era un partido de centro, un partido de centro que inició la lista de los partidos y las coaliciones de centro que han fracasado y se han mostrado como inviables en la democracia española. Basta, como ejemplo, con citar al Partido Reformista Democrático de Miquel Roca, entre 1983 y 1986, y, más recientemente, Unión, Progreso y Democracia, de Rosa Díez.
La destrucción de la UCD obligó a Fraga Iribarne, al que la democracia española no ha hecho justicia, al más difícil todavía de cubrir y representar, desde su minoritaria Alianza Popular y sus franquistas resignados a aceptar la democracia, a toda la base social que la UCD abandonaba a su suerte. Y, a pesar del fiasco que supuso la presidencia de Hernández Mancha, mediante Congresos y refundaciones, convertir su Alianza en un Partido Popular homologable e integrado en el Grupo Popular del Parlamento Europeo. El precio fue quedarse sin nadie representativo a su derecha, mientras el PSOE siempre tuvo a su izquierda primero al Partido Comunista, después a Izquierda Unida, y ahora a Podemos. La derecha de los populares siempre ha estado latente, y ahora, por fin, cuando las circunstancias le han sido propicias y después de múltiples intentos, se ha materializado en Vox.
Albert Rivera conoce bien los sucesivos fracasos del centro político y partidista español, y no quiere repetirlos. Por esa razón se niega a ser un partido de centro al uso, un partido bisagra, y quiere competir con el PP en liderar la oposición. Tiene que ganar poder institucional, para ello en muchos escenarios necesita pactar con Vox, y resultan patéticos sus esfuerzos por negarlo. Pero negar la realidad en política suele conducir al fracaso y, a veces, a la extinción.