tribuna

La tempestad del fuego

El incendio de Gran Canaria ha sido la prueba de fuego de Ángel Víctor Torres. Un incendio revelador. Hemos examinado la conducta de los gobernantes y descubierto talentos como Federico Grillo, que ha sido un hallazgo consensuado de alguien que nos tranquiliza saber que está ahí en las situaciones complejas para sacarnos de apuros, y que no es ningún arquetipo de Instagram.

Torres sorteó el morlaco y se mostró cercano, era su deber informar, o así lo entendió desde el primer sofocón del 10 de agosto que provocó involuntariamente un soldador y que ya avisaba de que esta vez este mes iba en serio. No rebasó el cortafuego del vedetismo al que tientan las cámaras, no se gustó, fue conciso y convincente, fue al grano. (Cuando hacía televisión y ese era mi trabajo, me disuadía continuamente del pernicioso estrellato.) Un político que se descuida apareciendo a diario en la caja tonta acaba estrellado. Ni el presidente Torres ni Grillo abusaron del medio, de la golosa exhibición, que enseguida asoma su rictus en la cara del que se sabe rodeado de fans. Y ambos ya los tienen, uno por razón del cargo y otro por mor del azar de caer bien (la telegenia). Borges sueña en un cuento a un ser que resulta incólume a los fuegos, y cuando él mismo se adentra entre las llamas y sale ileso comprende que también es fruto de otro sueño. Es fácil quemarse en la popularidad, que es una ficción contagiosa. De ahí que Torres y Grillo hayan salido indemnes, al parecer, como en el sueño del cuento de Borges, pues no parece que se les haya subido la fama a la cabeza en ese templo circular.

En la tragedia de las Torres Gemelas, Luis Rojas Marcos bendijo la labor de los ángeles anónimos, que en la oscuridad de los escombros tras el atentado guiaron a los supervivientes hasta la salida salvando vidas. En esta ocasión lo ha hecho Arturo Pérez-Reverte en un tuit: “…y ellos siguen ahí, impasibles como estatuas de bronce”. Grillo era un niño que vivió los incendios de su pueblo y ahora es un orgullo de La Guancha convertido en una autoridad en la materia, como me decía el periodista Salvador Pérez. Es una suerte de tímido sabihondo del pandemónium forestal, una eminencia tinerfeña de brillante currículum curtido en las hogueras hogareñas de su monte infantil, que todos los veranos crepitaba como un rito de piromancia que exasperaba a su padre, el alcalde, José Grillo.

Pedro Sánchez saludaba el otro día a los miembros del operativo de extinción y se detuvo en el director de Emergencia del Cabildo. “Yo te conozco, tú eres Grillo”, le dijo, y departieron sobre los secretos del incendio que había visto toda España y arrasado 10.000 hectáreas de la isla. Esa inevitable popularidad del jefe de los ángeles anónimos del incendio de Gran Canaria es una de las mejores noticias de este ferragosto que amenaza achicharrarnos a todos ola tras ola de calor (y calima, como ayer).

Cuando hace más de cien años Unamuno recorrió esas mismas cumbres de Gran Canaria, dijo haber visitado el infierno de Dante e imaginado el colérico combate entre Vulcano y Neptuno. El vasco había salido abucheado como mantenedor de unos juegos florales, en la capital, donde echó un jarro de agua fría sobre las demandas orientales de escindirse de la entonces provincia única con capital en Santa Cruz de Tenerife. Y acaso para congraciarse con la sociedad que lo recibió de uñas, quiso conocer la isla en las entrañas de sus pueblos, los mismos que ahora han sido pasto de las llamas (Valleseco, Artenara, Tejeda…), y dejó constancia de ello en Por tierras de Portugal y España. Pasó un mes en Gran Canaria (1910) y la relectura de sus páginas se vuelve crónica premonitoria de este incendio: “No otra cosa pueden ser las calderas del Infierno”, escribe. “Es una tremenda conmoción de las entrañas de la tierra, parece todo ello una tempestad petrificada, pero una tempestad de fuego…”.

Los incendios de sexta generación, a cuya familia se asocia este, anuncian un mundo de cataclismos, donde la menor catástrofe convoca un apocalipsis. El mundo de 2020 -que es mañana mismo- trae el cambio climático en el DNI y las tormentas serán tropicales y los incendios de sexta generación. Así que tendremos a Federico Grillo de médico de cabecera en lo sucesivo para explicarnos la lluvia de cenizas y la nube de pavesas, el milagro de Inagua y la zona de hombre muerto, las columnas de humo, el fuego dormido en los pinos o el nivel fuera de capacidad de extinción… Impresionaron algunas de sus frases lapidarias: “El ser humano no es capaz de enfrentar tormentas de fuego como esta”, que fue portada de DIARIO DE AVISOS el día 19.

En Tenerife tenemos el Delta en la memoria infausta desde 2005, y cuantos lo vivimos bajo el caos y la desolación acarreamos la pesadilla latente de aquellos días de viento. Estos días de fuego obran el mismo efecto en la imagen pavorosa de las cumbres de Tamarán. Cada isla tiene su toponimia y su mitología, y Tenerife pasaba por ser el infierno, y en el Teide (Echeyde) moraba el diablo, Guayota. Pero a estas alturas de la película, cuando no es el volcán submarino de El Hierro, es el incendio en cualquier isla, es el cambio climático en cualquier peñasco del planeta, mientras ahora mismo cruza el Atlántico de Plymouth a Nueva York, a bordo de un velero de cero emisiones, una niña sueca que se niega a volar. La guerra de Greta Thunberg contra la contaminación es parte de esta era de jóvenes activistas frente a la desidia de los mayores acomodados en su confort desarrollista, de gobernantes adultos como Jair Bolsonaro que miente puerilmente denostando a las ONG mientras las llamas devoran la Amazonia y al presidente le crece la nariz como a Pinocho. Thunberg es una de las hijas apostólicas del comandante Cousteau, que hace 25 años elevó a Naciones Unidas desde La Laguna su Carta de los Derechos de las Generaciones Futuras. Una suerte de epístola de Thunberg y todos los niños del mundo dirigida a sus papás.

En esa memoria de malos recuerdos ambientados en nuestras desventuras, el verano de 2007 fue, en mi caso, demoledor. Acababa de quemarse también Gran Canaria (entonces fueron 20.000 hectáreas) y a miles de kilómetros de aquí me sorprendió un terremoto en mitad de la carretera de Huacachina a Ica (Perú), y hubo centenares de muertos. La buena suerte de este agosto implacable de 2019 es la ausencia de daños humanos, toda una odisea si evocamos la muerte malhadada de veinte personas en el incendio de La Gomera, del que hace dentro de nada 35 años.

TE PUEDE INTERESAR