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Ya está doña Agustina en la Punta del Hidalgo, por Alfonso Soriano

Con casi 100 años, esta mujer recuerda cómo los milicianos se llevaron a su madre a la checa en Madrid y nunca la volvió a ver

Como todos los veranos desde hace más de 60 años, Agustina Gómez-Bravo y Fernández-Daza -viuda de un recordado tinerfeño fallecido hace algunos años, Trinidad Peraza de Ayala y Rodrigo-Vallabriga, conocido entre su familia y amigos por Trino- se encuentra en su casa de El Roquete, a la orilla del mar en la Punta del Hidalgo, donde a sus cerca de 100 años encuentra paz y tranquilidad.

Agustina nació en Campanario, una pequeña localidad de Badajoz, en Extremadura, en la que su familia tiene arraigo. Después de nuestra guerra civil conoció en Madrid al que sería su marido. La vida de Trino daría para escribir una novela. Persona muy inteligente, era el prototipo de canario culto, caballeroso y, sobre todo, un gran conversador. Doctor en Medicina, recorrió medio mundo como médico de grandes trasatlánticos durante varios años de su vida y adquirió un sólido prestigio literario como autor de numerosos libros. Fue una persona extraordinaria, muy popular por su ingenio y al que Agustina siempre recuerda con una admiración sin límites.

Después de casados, el matrimonio vino a Tenerife, donde Agustina conoció la casa solariega de los Peraza de Ayala en La Laguna, en la calle de la Trinidad, con su ermita del mismo nombre, y en la que residía su cuñado José, el barón de Ayala, como le conocían con afecto sus alumnos, entre los que me cuento, al ser profesor de Historia del Derecho en la Universidad de La Laguna durante muchos años y también, al igual que su hermano, un personaje: genealogista, fundador del Instituto de Estudios Canarios, presidente del Ateneo, miembro de honor de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, correspondiente de la Real Academia de la Historia.

Pero donde Agustina se encontró más a gusto desde el primer momento fue en la Punta del Hidalgo, residiendo al principio en la finca de los Peraza de Ayala, conocida por Sabanda, que dio nombre a los famosos Sabandeños, decidiendo el matrimonio adquirir una casa al borde mismo del mar en El Roquete, donde pasaría el verano desde entonces. Y Agustina ha continuado fiel a la Punta, incluso después del fallecimiento de su marido, al que aún recuerdan los viejos pescadores del lugar, con los que mantuvo siempre una magnífica relación.

En la festividad de la Virgen del Carmen, todos los años Agustina invita a sus familiares y amigos a presenciar el paseo por el mar de la Virgen que hacen los pescadores frente a su casa -incluido el Ave María cantado por Chago Melián, que siempre entra a saludar a doña Agustina con gran afecto- y a la que desde el principio asistían mis abuelos, luego mis padres y ahora la generación de mis hermanos.

Agustina, persona de profundas convicciones religiosas, recuerda nítidamente sus vivencias de niña en Campanario, donde aún conserva su casa familiar. Su madre, viuda y con siete hijos, se encontraba en dicha localidad extremeña en el fatídico año de 1936. Allí pudo presenciar, con muy pocos años, la actuación despiadada de los revolucionarios, que, según recuerda, no eran de Campanario, sino de Asturias, desde donde llegaron después de la fracasada revolución de octubre de 1934, antecedente inmediato de la guerra civil.El acoso se hizo tan insoportable, por el mero hecho de ser una familia tradicional, asistente a misa y propietaria, que su madre tomó la decisión de marchar a Madrid con sus hijos menores, donde pensaba que podía pasar más desapercibida. Pero hasta la capital de España llegaron los revolucionarios y Agustina recuerda nítidamente que a sus 13 o 14 años presenció cómo los milicianos se llevaron a su madre a la checa de Bellas Artes en Madrid y nunca más la volvió a ver.

Los carceleros de la checa nunca se apiadaron de ella a pesar de sus súplicas diarias a uno de sus responsables, al que siempre identificó. Al final de la guerra hizo lo indecible por encontrar el cadáver de su madre por todo Madrid -le dijeron que estaba en el Cerro de los Ángeles y hasta allí se fue-, pero todos sus intentos fueron infructuosos. Como se ve, los muertos en las cunetas de las carreteras los hay en un lado y otro, a pesar de que algunos se empeñan en utilizarlos sectariamente.

Doña Agustina reconoce que durante años sintió odio por los asesinos de su madre, hasta el punto de que, como creyente que es, en alguna ocasión, al acercarse a comulgar se retiraba al llegar ante el sacerdote, pero que hoy en día, con la tranquilidad que dan los años y la serenidad de espíritu, los ha perdonado de corazón y que lo único que desea es que no vuelva el rencor y el odio a apoderarse de los españoles.

Hasta tal punto que no quiere recordar ni el nombre del dirigente de la checa con el que hablaba diariamente intercediendo por su madre, lo que hace solo unos años daba con pelos y señales, indicando incluso el parentesco con algún dirigente político de nuestros días.

Doña Agustina es un ejemplo vivo de lo que fue la guerra civil española en Badajoz, con tremendos odios de un lado y de otro, ya que al ser recuperada por los nacionales, las represalias fueron también considerables, como ella misma reconoce.

Este es el resumen de una conversación que un grupo de amigos y, entre ellos, un periodista, mantuvimos con Agustina el año pasado y que conservamos grabada como un testimonio viviente que debería ser recordado por quienes tratan en nuestros días de encizañar la convivencia entre los españoles, volviendo a tiempos que creíamos superados quienes contribuimos a la Transición Española.

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