tribuna

Nuestros amigos los ingleses

La flema inglesa ya es historia. Este paquidermo que tienen de primer ministro ha tirado por tierra siglos de estereotipo y filiación. El nuevo matonismo inglés, más cercano al hooligan vandálico de la Premier League, rompe definitivamente con el gentleman victoriano. Y la centenaria reina tiene movimientos de títere de pueblo que nos tienta a buscar dónde se ocultan los hilos que mueven la marioneta. En definitiva, permanecemos en estado de shock, al menos en Canarias, que debe de ser el lugar más anglófilo de todo el Estado. Aquí tenemos la calle de Horacio Nelson y allí aún nos nombran en el Canary Wharf, que es la city de los rascacielos sobre el antiguo puerto de los canarios desde el siglo XVI. No nos puede la nostalgia; es el corazón el que se rebela, es el Greenwich de nuestra misma hora del Meridiano; son los recuerdos y las cosas de comer. Porque si se nos van los ingleses, la cuenta de resultados se va a resentir. No solo importaremos semillas de papas danesas y tiraremos los tomates por los barrancos ante el cierre de la libertad comercial con nuestra hermana isleña del Canal de la Mancha. Es que los turistas darán media vuelta, y será como darnos la espalda tras doscientos años de familiaridad. No entenderemos qué nos pasa, pero no nos sentiremos bien. El good bye de Boris Johnson tiene un impacto en la idiosincrasia y el talante de nuestros respectivos pueblos. Ni el inglés será el mismo sin nosoros, ni los canarios vamos a permanecer impasibles ante el brexit salvaje que abandera este populismo más del señor Hyde que del doctor Jekyll, como si toda esa legión de antieuropeos embravecidos se hubieran tomado la pócima diabólica y estuviésemos ante un trastorno colectivo de personalidad. No cabe hallarle otra explicación al desatino de los políticos británicos conservadores. Por si hubiera dudas, el premier dice que preferiría estar muerto en una cuneta que pedirle a Bruselas una nueva prórroga para la desconexión.

En los años 60, cuando tres beatles, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr, vinieron a Los Realejos, a la casa de un amigo alemán, y se mojaron los pies en el muelle, como dice su biógrafo Nicolás González Lemus, y frecuentaban el desaparecido Flamingo, tomaban café en el Bar Dinámico y no les dejaron tocar en el Lido San Telmo para maldición de quien los vetó en el colmo de la ignorancia, no estaban de vacaciones en ningun lugar exótico del planeta. Se sentían en casa, porque éramos parte de su universo cotidiano. Los ingleses, desde niños, conocían las islas de ahí al lado, adonde tenían que ir una y mil veces en sus vidas. Lemus ha historiado esa vinculación comercial, turística y sentimental. Somos un destino de ocio de primer nivel gracias a ellos, que nos pusieron en el mapa del turismo. Primero fueron los viajeros tísicos que buscaban curarse en un clima seco, poco húmedo y aireado por los alisios, y dejaron de ir a Funchal para establecerse en el valle de La Orotava, en el Puerto de la Cruz. Paul McCartney casi se ahoga en el charco de la Soga, en la Playa Martiánez, y lo cuenta en sus memorias de aquel viaje. Fue una temeridad que estuvo a punto en efecto de abortar el fenómeno Beatles justo antes de que estallara a su regreso bajo el enorme éxito del primer disco del grupo, Please Please Me , editado en 1963 poco antes de evadise hacia Canarias, prolongación natural de la Inglaterra que nos tenía en la palma de la mano. Aquí sanaban sus enfermos de turberculosis, aquí comerciaron los ingleses y aquí descubrieron el solárium que anhelaban en invierno. Ellos, los inventores reales del turismo, los que crearon el hábito de viajar, tenían el mejor concepto de nosotros. Iban y venían como lo más natural del mundo. ¿Qué iba a hacer Agatha Christie cuando se separa y entra en depresión en 1927, sino venir con su hija y su secretaria a Tenerife, al Puerto de la Cruz, y después salta a Las Palmas, y escribe relatos inspirados en estas islas, y evita bañarse en las aguas rebeldes donde casi la palma McCartney, prefiere tumbarse en la orilla y dejarse acariciar por el sol.

Hemos sido compinches. Cuesta creer esta castración. A Nelson no lo dejamos entrar, pero ahora nos sabe mal que los ingleses quieran irse; nos atañe de una manera compleja su divorcio con Europa. Es posible que en ninguna otra parte de España y acaso del propio continente se perciba este instante traumático con la amarga sensación que produce en Canarias. Churchill, que paseó por los santuarios ingleses del Puerto hace ahora 60 años, haciendo la uve de victoria con los dedos de la mano a la salida del Lido enfundado en un abrigo con sombrero y puro, pasajero del yate de Onassis, tiene ese axioma demoledor con que aleccionó a un neófito parlamentario de su partido: “Nuestros adversarios están enfrente, nuestros enemigos atrás”. Boris Johnson no gana para desertores, incluido su propio hermano. Mañana la reina Isabel II firmará la ley recién aprobada que arruina la pretensión del premier de causar baja en la UE por las buenas o por las malas el 31 de octubre, y también mañana el espasmódico tory se propone invocar /convocar elecciones anticipadas antes de esa fecha. No está el horno para bollos después de tildar al laborista Jeremy Corbyn de “nenaza” y “gallina” como para recabar su apoyo ante una nueva cita con las urnas. Muerto en la cuneta y con el Parlamento, en breve, clausurado, el sucesor de Theresa May comienza a moverse como un fantasma, en minoría y abocado a dimitir.

Los viajeros y naturalistas que precedieron al boom turístico, y en gran parte lo propiciaron, se sintieron fascinados con nuestro paisaje, que al principio se resumía en el Teide, cuando era considerado el mayor volcán del mundo. Luego la postal del valle de La Orotava conformó un habitat entrañable para nuestros huéspedes británicos. El filósofo Bertrand Russell, Nobel inglés, se sentó a hablar con los responsables de Gaceta de Arte en una visita a la isla en el 35, en la ciudad turística del norte. Y de ese encuentro Pérez Minik -de cuya muerte se cumplen ahora 30 años- se fijó en “las aristas de su cara” y “su ojos de acero, siempre alertas”. Russell y todos aquellos polímatas ingleses idolatrados en nuestro pequeño mundo insular, a las puertas de una gran guerra, eran entonces tolerantes y subversivos. Ahora se les ha metido el enemigo en casa, como decía Churchill. Se van nuestros amigos los ingleses. Y nos sentimos raramente más solos sin su compañía congénere. Nosotros, ingleses y canarios, isleños de Europa.

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