tribuna

Por qué hablamos de los guanches

En medio de aquella plenitud fastuosa de 1992, cuando todo se volvía célebre y conmemorativo, pues era el año del 500 aniversario de la audacia de Colón y el año olímpico, o sea, entre tanto acontecimiento… saltó la liebre y se armó la rebambaramba entre historiadores, arqueólogos, antropólogos, filólogos, intelectuales y políticos, entre la ciencia y la falta de ignorancia de la tranquila pero antropófaga sociedad tinerfeña. La piedra Zanata fue un hallazgo que traía consigo un misil. La noticia de un vestigio con forma de pez, que contenía inscripciones al modo de los mensajes secretos, en escritura tifinag, conmocionó el mundo erudito sobre los arcanos del aborigen y provocó un terremoto político, acaso porque el nacionalismo buscaba credenciales para ganar posiciones. Era una piedra de veinte centímetros apenas que llegó a manos del director del Museo Arqueológico Rafael González Antón, una autoridad en la materia. Presidía el Cabildo Adán Martín, cuyo olfato le decía que aquel minúsculo residuo de la memoria aborigen contenía un valor intrínseco de alto calibre. Y la piedra fue presentada en sociedad, en una solemne conferencia de presa, en el Palacio insular dentro de su vitrina y bajo paño de lana, como el eslabón perdido en términos transicionales. Era nuestra piedra de Rosetta del hombre primitivo de las Islas, el guanche, para quienes la abrazaron como una seña inequívoca, el “carnet de identidad” de aquellos viajeros intrépidos del continente, gente bereber, que vendió cara la derrota en cien extensos años de guerras y guerrillas en barrancos y montañas.
¿Por qué hablamos hoy de los guanches? Porque se ha vuelto a sacar a colación la piedra Zanata, más de un cuarto de siglo después, para ser auscultada con tecnologías punteras que permitan desentrañar todos sus misterios. Los científicos americanos que vendrán en marzo a escudriñarla con termografía infrarroja desempolvan un asunto que costó disgustos, exilios y desencuentros entre expertos, sospechas y demandas, informes y averiguaciones…, toda esa leyenda negra que rodea a la dichosa piedra en cuestión. Si viviera Umberto Eco, le tentaría novelarla, como una travesura demonizada en la arcadia insular, siempre dispuesta a cortarse las venas. Murió el arabista Rafael Muñoz. La piedra le costó la vida, quién sabe, la maldición de la roca con forma de pez descubierta en medio del ringorrango del 92, de la desmesura de un año excesivo. Fue el pandemónium de la arqueología, el infierno de la política y el caos de la inteligencia. Saavedra, que presidía el Gobierno y no era sospechoso de guanchista, admiró el hallazgo con expectación como “un hecho cultural de primera magnitud que contribuye a clarificar las raíces étnicas de nuestros ancestros”. Pero la polémica se salió del tiesto, pronto hubo una guerra civil de sentimientos y conocimientos contrapuestos, y el arabista Rafael Muñoz que descifró las tres letras enigmáticas de la inscripción (Z,N,T) como el remite de una carta dijo que eran los zanatas, un pueblo bereber, y que podía significar la primera muestra fehaciente del gentilicio ignoto de los guanches. Le llovieron críticas que sus espaldas, al parecer, no resistieron, es posible que la muerte le sobrevino a causa del malestar y el disgusto que lo aturdió tanto, pero, sin duda, fue el suceso que determinó el desenlace de una querella que había ido demasiado lejos. Y que ahora resucita como si, a la vuelta de los años, conviniera cerrar heridas y encender de nuevo la luz de la curiosidad.
Desde entonces hasta hoy, la piedra -que se exhibe cautelosamente en el Museo de Naturaleza y Arqueología, MUNA- ha estado cubierta por un velo de olvido y superstición. González Antón se retiró de la vida pública, en la que le recuerdo divulgando sus cerámicas y etnohistorias, dando conferencias y fomentando las nuevas generaciones de arqueólogos, con la pasión mediática en lo suyo que un Francisco Sánchez ponía en la Astrofísica, por ejemplo. Pero se apeó del escaparate de la ciencia en un acto de autodefensa y guardó silencio. Quedan muchos cabos sueltos que aclarar de aquella polémica inconclusa. Nos sigue faltando el detective imaginario tras las huellas del enigma. Necesitamos de la ficción para dar con la historia.
¿Por qué hablamos de los guanches? Porque la montaña majorera de Tindaya desiste del monumento de Chillida, como la hawaiana de Mauna Kea repudia al TMT. ¿Por qué los guanches? Porque las cuevas de Risco Caído, en Artenara, acaban de ser declaradas por la Unesco Patrimonio Mundial, sin que falte la consiguiente disputa entre partidarios y detractores sobre el rango y significado de los espacios sagrados de la roca del cantil del barranco, donde los rayos solares iluminan los triángulos púbicos de un posible templo de la fertilidad en el insólito almogarén abovedado. Hablamos de los guanches porque Gran Canaria y La Palma le dedican parques arqueológicos sin que Tenerife ni siquiera se lo haya propuesto en las décadas poderosas donde la política tuvo la oportunidad y el deber. Ahí está esperando la cueva de Bencomo, que este periódico se ha desgañitado reivindicando. Ni al alcalde de La Matanza le han secundado a la hora de hacer el parque temático de la famosa batalla de 1494, cuando solo Tenerife permanecía libre y los venablos y las piedras vencieron a las picas, alabardas y ballesteros. Hablamos de los guanches con los antecedentes en la memoria: también en el 92, con motivo del I Congreso Internacional sobre Momias, en Tenerife, recuerdo que se solicitó la declaración del guanche y lo que su cultura entraña como Patrimonio Mundial. Pero allí quedó, sin que se sepa qué hay de nuevo de aquella cándida iniciativa. El proyecto Cronos, por entonces, aisló el ácido desoxirribonucleico (ADN) de los aborígenes, capital para emparentarlo con los bereberes y cerrar el círculo que dejó abierto en el aire la cizaña que malquistó la ciencia, la política y hasta las relaciones humanas entre quienes tocaron una vez con sus manos o con sus afiladas críticas la pequeña roca sobrecogedora. No es una historia descabellada, sino acaso descarnada. La piedra Zanata trajo a vivos y muertos por la calle de la amargura, pero vive y ahora revive mítica, feroz y entrañable.

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