Todo el esfuerzo es baladí, si en las conjeturas de por qué nos ha mirado un tuerto no acertamos a aprender de nuestros propios errores. Las desgracias que se acumulan como plagas cuando acontecen han vuelto a hacer de las suyas. El apagón no ha sido un apagón, como diría el inefable Borges, sino todos los apagones habidos hasta aquí. Y en la medida en que la ficción del argentino nos ha enseñado tantas veces tantas cosas juntas a la vez, reparamos que, en efecto, este no ha sido el primero -ni será el último- cero energético de nuestra historia. Y que antes, por tanto, hubo una sucesión de ceros que evidenciaron que la piedra estaba en el mismo sitio y nosotros tropezábamos continuamente en ella sin asomo de memoria por las continuas reincidencias del traspié.
Esa es la historia que nos interesa del apagón del domingo, no en sí misma la fatalidad de un caos semejante durante las nueve horas con todos sus minutos que estuvimos en el paleolítico de la incomunicación -sin luz, ni móvil, sin pies ni cabeza-, sino la proverbial inclinación a sufrir, antes y después, la misma desventura en una isla vulnerable, como ahora, ayer mismo, se nos ha vuelto a decir por parte de los responsables de Red Eléctrica.
Con tan solo repasar la hemeroteca nos sorprenderán, borgelianamente, las mismas explicaciones, admoniciones y premoniciones. En ceros anteriores, en los años 2009 y 2010 -los más recientes- las empresas eléctricas advirtieron de idéntico Talón de Aquiles del sistema eléctrico insular. Se nos definió como estructuras separadas, minúsculas y frágiles; se nos predijo que el síndrome eléctrico del apagón se repetiría una y otra vez hasta que tengamos infraestructuras consistentes y convalidadas. En otras palabras, se nos vino a decir que éramos ciudadanos de tercera, encerrados en el laberinto de la isla a expensas de los mismos infortunios repetidos hasta la saciedad en el círculo vicioso de nuestro aislamiento.
No se ha hecho nada para remediar esa endeblez crónica de un servicio esencial como el suministro eléctrico de un millón de personas. La luz llegó a los pueblos de las islas como por arte de magia. Hoy seguimos pensando que es producto del misterio, del virtuoso azar, de algunos duendes penates y del Espíritu Santo que tengamos luz cuando tantas veces actuamos a ciegas. Ningún gobierno antes alzó la voz y dijo, basta. Ni hizo nada en tal sentido, salvo esperar al siguiente apagón.
Nos hemos tomado a broma esto de las deficitarias redes eléctricas. Como no le quisimos ver las orejas al lobo a los turoperadores cuando estábamos a tiempo de tomar medidas y sentar en los consejos de administración de las multinacionales del transporte a unos cuantos paisanos con capacidad decisoria. Como tampoco quisimos crear compañías aéreas para romper el cordón umbilical de los operadores extranjeros, ni fundar agencias propias, ni otras tantas prevenciones contra el maleficio circular que ahora vuelve imperiosamente a exigirnos rapidez para sortear a los Thomas Cooks y Ryanairs de marras.
En general, siempre fuimos desprevenidos y confiados. Tienen que caérsenos las torretas para coger respeto a los vientos huracanados. Los incendios forestales, las crisis turísticas y los apagones no suceden nunca por primera vez, son el mismo incendio, la misma crisis y el mismo apagón todas las veces. Hay que leer más a Borges para entender lo que nos pasa. Lo del domingo no fue un cuento. Pero lo parece.