La fiesta de Halloween no es nuestra; ni siquiera sé bien de quién es, en todo caso de los anglosajones, aunque se ha extendido por el mundo. No me gusta Halloween, igual que no me gusta, aunque respete, la fiesta de los difuntos nuestra. Bueno, fiesta o lo que sea. Ni siquiera siento entusiasmo por escribir de esto, porque a mí de los muertos queridos me da mucha pena y me pongo triste cuando llegan estos días de rosas en los camposantos. No está mal que la gente recuerde a sus seres queridos y que acudan al cementerio a rendirles homenaje, al menos una vez al año, pero detesto las calabazas, el truco o trato y esas zarandajas de los niños pidiendo caramelos por las casas, que vemos en las películas y en los barrios de residentes extranjeros, e incluso ya en nuestros pueblos. No me gusta nada Halloween, pero aquí todo lo malo se pega y llegará un día en que adoptemos la fiesta por completo. Sólo los Reyes Magos han logrado vencer a la Navidad, lo demás se nos pegado sin solución de continuidad. Con los Reyes Magos no ha podido el Papa Noel, aunque lo ha intentado, y el 6 de enero sigue siendo la celebración campeona del gasto nacional y de la alegría de los chiquillos. El otro día estuve sacando del armario las docenas de corbatas que me han regalado en los últimos años por esta festividad, cuando yo lo que necesito son calzoncillos de Hugo Boss, que han mermado en mi armario. Pero nadie regala calzoncillos y los que yo uso (porque los demás me molestan en lugares incómodos) están a 40 euros en El Corte Inglés; una pasta. Esta semana es muy latosa, con el Halloween ese que no parece tener fin. Yo no abro la puerta.