por qué no me callo

Hasta que las urnas dicten sentencia

Hace dos años, España se convirtió en Canadá, y un Quebec europeo, encarnado en Cataluña, cobró cuerpo de inmediato, con Puigdemont exiliado en Waterloo, comprometiendo la imagen internacional de un país que emergía de una crisis pavorosa al borde del rescate y se enfrentaba a una fragilidad política creciente, sin Gobierno estable, con un Rajoy cogido con papel de fumar que pocos meses después iba a terminar en la orilla derrotado por la censura de Sánchez.

La sentencia del procés es el pistoletazo de salida de la campaña electoral del 10-N. Y a juzgar por las reacciones, por la algarada promovida por Tsunami Democràtic en el Prat, si a la España de Rajoy le sorprendió un Quebec en mitad de la zozobra y la inestabilidad, a la España de Sánchez le acaba de brotar un Hong Kong en vísperas electorales. La sentencia ha sido calificada de histórica y modélica por los expertos en la cuestión. Visto el asunto desde Canarias, donde el conflicto catalán tiene un impacto relativo, es motivo de satisfacción que al juez paisano Marchena, ponente del fallo ejemplar, se le ponga por las nubes. Otra cosa es que la sentencia ponga las cosas en orden y haga borrón y cuenta nueva. Todo apunta a que el contencioso se va a agriar y la campaña agitará las calles y las tribunas hasta que las urnas dicten -a su vez- sentencia.

El hecho previsible de que los nueve condenados a penas de entre 9 y 13 años de prisión podrán volver pronto a casa en virtud del reglamento penitenciario catalán que pone en manos de la Generalitat el santo grial de la cosa -el tercer grado-, no hace sino avivar el fantasma de que la legalidad ha sido subvertida por las buenas o por las malas. Y ni la política de paños calientes ni las bravatas de Vox van a pacificar nuestro Quebec o mejor -dada la metodología de asaltar aeropuertos- nuestro Hong Kong.

Así que España, como decía Ortega y Gasset, está condenada a conllevarse con el conflicto catalán, a mortificarse en sus callejones sin salida. Lo dijo el filósofo en 1932 y sigue siendo tan válido en 2019 con sentencia condenatoria y nueva eurorden de detención contra el inquilino de Waterloo, que es como un sucedáneo de Assange. No fue rebelión, pero la rebelión se cuece en el clima tenso que sucede a la sentencia, tachada de venganza en las aguas soberanistas, donde nadan mejor los anónimos insurrectos de Telegram que los políticos constitucionalistas de la España en campaña electoral.

Los mossos emplearon ayer proyectiles de viscoelástica -definida como espuma con memoria-, en las cargas contra los hongkoneses que en tiempos preferían llamarse polacos, como gustaba decir a Vázquez Montalbán.

Esta historia interminable tiene un fin, un propósito, como lo tienen otros conflictos del mundo que adquieren un punto de máxima ebullición. Se corresponde con la idea rampante de generar focos de fricción en países que acreditan cierta normalidad democrática y económica.

Cuando los partidos más sensatos, sin exclusión, en España alcancen a ver que Cataluña y otros brexits tienen en común la finalidad de desestabilizar Europa, entonces el problema catalán se internacionalizará de verdad, pero no por sus reminiscencias de Quebec o Hong Kong, sino porque en ella y otras protuberancias territoriales lo que está en juego no es España, sino Europa.

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