después del paréntesis

El tema del traidor y la espada

Quien sabe cuenta que de este modo ocurrió: estudiaba Filología Española; por la situación familiar, corría el peligro de no concluir los estudios. Uno que conocía la situación por cercanía, intervino. Profesor de la ULL que es, le cedió su casa y le dio de comer. No pagó un duro; allí se instaló y por esos lares transcurrió. Hasta el preciso día en el que le revelaron las notas de su último curso. Desde esa fecha la casa de préstamo y de solidaridad no tuvo lugar; jamás volvió a aparecer por allí. Más aún, tampoco fue necesario saludo o condición alguna de la amistad que, sin embargo, en el otrora (y por ser quien es el individuo en cuestión) sí fue su santo y su seña. Lo que se instauró fue que, con el final del trayecto, cambió de registro. El objetivo fue la morada de un catedrático famoso de la misma universidad que habría de abrirle las puertas hasta una estancia provechosa en literatura española que consiguió. Y, o por más, lo que hace más deudor de su grado al sujeto del retrato es que el segundo caso lo resolvió de igual modo: el dicho ser que señaló su porvenir, desapareció de sus días como agua en el desierto; incluso no tuvo amparo en convertirlo en enemigo. De donde ese, sobre el que se dijo que si era él o era un pseudónimo del otro, enterró en el suelo los aprecios convenientes cual traidor consagrado que es.
Lo explicó Borges de manera admirable. El héroe se encuentra en la zona de exclusión, de exilio y sin ley, Río Grande do Sul. Vive él lejos de la patria por lo que fue allí: contra la Gran Bretaña, las dos Irlandas unidas. En Río Grande, se hizo llamar John Vincent Moon. No lo era. Lo que programaba explicar a su oidor (para que este, Borges, lo hiciera saber por escrito) era la marca de su cara. Y se lo explicó: en la guerra el verdadero Moon se acercó y lo ayudó, incluso para ocultar su cobardía, el miedo atroz al combate. Como de ese modo se comprometieron, de ese modo se hicieron ver: amigos. Hasta que el Moon que no fue Moon decidió traicionar al valiente y aguerrido compañero. Antes de caer en las manos de los ingleses y acaso morir, se movió. Encontró un alfanje a su paso y con precisión de cirujano le hizo la huella de la cara.
El tema del traidor no es a quién traiciona, sino lo que traiciona. Por eso, cual Borges señaló, ha de cumplir con el designio: la señal que lo marca y lo marcará para siempre en este mundo. Porque eso son, el ejemplo supremo de la indignidad y del desprecio que han de conocer todos los hombres.

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