Estado para proteger a los grupos sociales que dependen del trabajo contra todo perjuicio en la participación del bien común. Entre las medidas de la política social, cada vez más necesarias, están una protección de la salud digna y humana, una protección del salario a través de la seguridad social general y una protección de los convenios colectivos para que las condiciones de trabajo permitan la realización del hombre en su plenitud. También en estos casos la acción del Estado está vinculada por el principio de subsidiariedad, de forma que en muchas ocasiones la integración social es posible dejando a los individuos y grupos que los representa la iniciativa en esta materia.
El Estado debe garantizar el cumplimiento de los derechos humanos en el marco del bien común. Por eso, el modelo del Estado social del Bienestar implica que la acción pública, en el marco de la subsidiariedad, se oriente hacia la dignidad de la persona, que es la fuente y la garantía del bien común, de manera que la intervención, cuando sea necesaria, tiene siempre esta connotación de servicio al hombre que vive en comunidad. De ahí que sea incompatible con el modelo del Estado social del Bienestar la creencia de que el mercado por sí mismo todo lo arregla. Sabemos que el liberalismo económico a ultranza implica fallas sobre los derechos humanos; por eso, la intervención pública debe legitimar un orden económico al servicio del hombre. Quizás, en este sentido puede entenderse la doctrina de la llamada economía social de mercado, que me parece que se encuentra en la entraña de lo que debe entenderse por el Estado social del Bienestar.
Ludwig Erhard entendió claramente la función del Estado cuando escribía en su célebre obra “Bienestar para todos” que “el ideal que yo sueño es que cada cual pueda decir: yo quiero afianzarme por mi propia fuerza, quiero correr yo mismo el riesgo de mi vida, quiero ser responsable de mi propio destino. Vela tú, Estado, porque esté en condiciones de ello”. Que palabras tan actuales.
Es hora de retomar la lección del maestro Aristóteles cuando afirmaba que de la conducta humana es difícil hablar con precisión. Más que reglas fijas, el que actúa debe considerar lo que es oportuno en cada caso, como ocurre también con el piloto de un barco. La verdad, la dignidad del ser humano, no necesita cambiar, de hecho no cambia, pero la prudencia cambia constantemente, pues se refiere a lo conveniente en cada caso y para cada uno. Prudente es el que delibera bien y busca el mayor bien práctico. No delibera sólo sobre lo que es general, sino también sobre lo particular, porque la acción es siempre particular.
Pensar que mantener un criterio es mantener para siempre y en todo lugar una fórmula única de conducta es ingresar, salvo que se trate de la defensa de la dignidad del ser humano, a posiciones rígidas y reencontrarse con ese pensamiento dogmático que no admite matices, que desprecia a los que no comparten los mismos puntos de vista, y que estimula ese ambiente de prepotencia y altanería, tan actual, que exhiben tantos y tantas que aspiran al poder para presumir y mirar por encima del hombro a los demás. Si bien los principios son las bases de la conducta, las circunstancias, cuándo se estudian y se trabaja sobre ellas, suelen aconsejar, en el marco del pensamiento plural, diferentes posibilidades que la prudencia será capaz de priorizar de acuerdo con la mejora de las condiciones integrales de vida de los ciudadanos.