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Farewell Britain

El gran problema fue que nadie en el Reino Unido, salvo Boris Johnson, parecía tener una posición clara y definida sobre el brexit. Ni los laboristas y su líder, ni los tories, ni la opinión pública. De hecho, sobre este asunto el Parlamento votaba sistemáticamente en contra de una solución y de su contraria. En otras palabras, el brexit es una cuestión transversal, al margen de la derecha y la izquierda, sus partidarios y sus detractores nutren todas las opciones políticas, y los propios británicos se encuentran absolutamente perplejos y desconcertados al respecto.
El referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea se celebró el 23 de junio de 2016. El 51,9% de los votantes se pronunció a favor de abandonar la UE, frente a un 48,1% partidario de permanecer en ella. Sin embargo, en Escocia, Irlanda del Norte y Gibraltar, además de Londres, predominó la opción de la permanencia. Tras los resultados del referéndum, en octubre del mismo año, el primer ministro conservador David Cameron, que tan imprudentemente lo había convocado, dimitió. Desde entonces, muchos reclamaron un segundo referéndum, lo que suponía un reconocimiento del fracaso de la democracia directa frente a la democracia representativa, de la que los británicos son precisamente el paradigma. ¿Qué hacemos? ¿Convocamos sucesivos referendos hasta que sus resultados coincidan con nuestros deseos? Además, el Gobierno británico no estableció una participación mínima ni un porcentaje mínimo de votos a favor para validar los resultados.
Boris Johnson intentó jugar con el tiempo para dejar sin margen de maniobra al caótico Parlamento con el que tuvo que lidiar. Y recurrió a la suspensión de sus sesiones, que dejaba a la Cámara muy pocos días para articular cualquier medida que impidiera los planes del Premier. La suspensión fue presentada como un golpe de Estado, pero es una medida habitual en el parlamentarismo británico que se adopta por diversas circunstancias. Entre ellas, por ejemplo, la celebración de las Conferencias anuales de los partidos británicos, que tienen lugar al final del verano. Ni se suspende ni se cierra el Parlamento; simplemente se retrasa la reanudación de las sesiones parlamentarias. En este caso Johnson intentó que fuera durante cinco semanas, y lo novedoso fue la duración de la suspensión, que suele ser de pocos días. En los últimos tiempos, la mayor duración de una suspensión similar se produjo en 2014 y fue de trece días.
El Tribunal Supremo del Reino Unido examinó dos recursos diferentes: el de la Corte de Apelación de Escocia, que consideró ilegal la suspensión, y la del Tribunal Superior de Londres, que determinó que la cuestión era competencia política. El Tribunal Supremo falló por unanimidad de sus once miembros que la suspensión del Parlamento durante cinco semanas no se ajustó a la legalidad porque perseguía frustrar o impedir la capacidad de la Cámara para desempeñar sus funciones constitucionales sin una justificación razonable. En consecuencia, fue nula y quedaba sin efecto. En otras palabras, la suspensión no se ajustó a la costumbre y los precedentes, no fue debida a circunstancias ordinarias, sino pretendía directamente, y sin justificación, impedir la actividad parlamentaria. To be continued.

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