tribuna

El americano insular de Europa

Cuando empecé a volar a América, España aún no pertenecía a Europa, la Europa comunitaria del espíritu de los padres de la entente continental, los Schumann, Adenauer, Monnet y Alcide de Gasperi. Y comprendí que América era un instinto de ser canario, una inercia casi antropológica, que de un modo colectivo se nos había introvertido en hábito y norma cruzar el charco, ir a ver la cotidiana América como un asunto convencional. Nacido en 1957, el año de los determinantes Tratados de Roma, que consagraron las libertades de circulación de personas, mercancías y capitales, pertenezco intrínsecamente a la generación de esa Europa que hoy está en cuestión y que el día 31 sentirá que le cortan el cordón umbilical con Reino Unido, como si fuera posible desprenderse de Londres tan fácilmente. América ha formado parte del universo de la influencia de Canarias en el mundo. Con este título arrogante revisé por escrito la onda expansiva de los isleños en el exterior y me planté en América a inspeccionar nuestras raíces. Recuerdo el encargo de Paco Padrón: rescatar la huella de los emigrantes, reconstruir su genealogía de náufragos y supervivientes de los barcos fantasma que huían de la miseria y la dictadura. En aquellos cayucos isleños de los años 40 y 50, del Telémaco y La Elvira, iba el hábito superlativo de creernos unos americanos más. En la Plaza de Simón Bolívar, de Caracas, no me costó trabajo hacer la primera leva de canarios que guardaban su origen bajo las capas de cebolla de varias generaciones. En Mercado Coche, entre la Calle Zea y la Avenida Intercomunal del Valle, los canarios de la papa y otros cultivos se hacían de oro. ¡Qué lejos quedaba Europa sentimental y económicamente! ¿En qué plaza del Viejo Mundo podría haber hecho una encuesta similar? Fue hacia América adonde puso rumbo nuestra diáspora del siglo XVII, con destino a Caracas y La Guaira. Y en todo caso, Londres, que ahora leva el ancla, era el enclave de nuestro comercio marítimo con Europa en los 1.800 y finales del siglo XX, cuando la fama de nuestro gentilicio bautizó ese puerto, y aún hoy el nombre se conserva, como Canary Wharf.
Pero Canarias poblaba América, donde estaban los paisanos que faltaban en las Islas, los eslabones de las familias rotas. En tiempos de la autarquía franquista, la crisis y el aislamiento por el cierre de fronteras tras la Segunda Guerra Mundial, nuestra flota pesquera surtió de barcos clandestinos la riada humana que no se arredraba -era tal la desesperación, tras el crac del 29 y las posguerras-,como ahora los cayucos de Senegal o Mauritania, que vuelven a nuestras costas tras la clausura del Mediterráneo. Estamos hechos de esa madera. De los veleros espectrales que desafiaron el Atlántico, y mucho antes, de las travesías fundacionales del tributo en sangre, y anteriormente aun, de las primeras naves que zarparon de La Gomera, coetáneos de Colón. ¡Cómo no íbamos a querer a América después de tanto tiempo juntos! ¡De siglos! La conocí micrófono en mano, con bolígrafo en ristre o pateándola como un sonámbulo que repetía inconscientemente la metáfora clásica de Borges, la de los actos repetitivos del mismo hombre infinito. América es más amena que Europa; en ella pasan las cosas más intensas y extremadas: Maduro y Guaidó; Evo y la indignación indígena; Piñera y los disturbios de la clase media chilena; Brasil y la desmesura, la corrupción, Odebrecht, Lula, la cárcel, la libertad; Perú y aquel disparo en la sien de Alan García antes de ser detenido; Buenos Aires y el asesinato del fiscal Nisman….; nuestra amada Cuba de vegueros canarios, y México profundo, patria de la santa calavera infernal. Me emborraché de América durante años de continua inmersión en sus luces y sombras. Era tan peligrosa como ahora, pero nunca me pasó nada. No pensábamos en Europa como sitio. El único lugar respetable al que había que ir fuera de Canarias era América. Incluso, antes que a la Península.
Hasta que en 1986 España nos ingresó en la Comunidad Europea, y vinieron los tratados de Maastricht, que creó la ciudadanía europea; de Ámsterdam (hace veinte años); de Niza, y de Lisboa, que precedió a la Gran Recesión, de la que Europa todavía no se ha curado. Y nos enamoramos repentinamente de Bruselas y le pusimos los cuernos a América hasta sufrir estos desamores de los fondos europeos a causa del brexit. Hoy somos esta región ultraperiférica que acaba de celebrar la asamblea de asambleas legislativas de las regiones de Europa.
Sin darnos cuenta, pusimos distancia con América, cuando el canario entraba por ella como Pedro por su casa. Visitar La Habana era una obviedad para un presidente canario. “Pase usted, que estuvo en La Habana”, decía la gente de antes en Santa Cruz, dando la acera a quien venía de la capital de Cuba, que cumple 500 años de su fundación, y lo asocio a mi amigo Julio Hernández García, el historiador del Caribe, que ya no está entre nosotros, el americanista devocional de esta suerte de Canamérica.
Hubo un instante en las últimas décadas en que España y Canarias dieron la espalda a América, deslumbradas por Europa y sus expectativas. España acarrea su mala prensa americana, su leyenda negra desmentida por Roca Barea, que desenterró el presidente de México (“que España pida perdón”) y ahora las autoridades bolivianas tras el incidente diplomático de la embajada, y que antes avivó el rey Juan Carlos en la cumbre iberoamericana en que abroncó a Chaves: “¿Por qué no te callas?”. Ahora nos tiene en vilo Venezuela, donde tuvimos de embajador al paisano Alberto de Armas y nos venían a ver los presidentes Caldera, Lusinchi, Rómulo Betancourt… Hoy, para decirlo de un modo escueto, tenemos que volver a América, que está entre nosotros como nunca antes, en el exilio político y económico. Pero hay una parte de América floreciente que viene y vuelve. Rajoy intercedió en Europa para que peruanos y colombianos gozaran de visado, a sabiendas de que sus países crecen más que el nuestro. Hay un instinto mutuo de conocernos, que explica el viaje de orilla a orilla. De ida y vuelta.
El horizonte no engaña, nos marca la línea. Es el eterno lazo con América, al que regresamos -con las nuevas competencias de un Estatuto remozado- para reanudar una vieja amistad interrumpida que abarca un espacio de intercambio y desarrollo inmenso como un atlántico.

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