En dos cosas va por delante Canarias con respecto al momento político que vive ahora -que vive hoy, domingo- España. Una de ellas es que los españoles van a probar por primera vez lo que es un Gobierno de coalición, el del PSOE y Podemos, si no se tuercen los hilos que tejen la investidura de Sánchez de aquí al martes y el idilio no se torna en litigio con los catalanes. Lo de Ana Oramas romperá CC o la dejará menguante como un fantasma vagando por los pasillos del Congreso. Su sobreactuación patriótica no logra disimular el despecho de la pérdida del poder a manos del PSOE y la izquierda canaria. Desde los años 80 las Islas conocen la biblia de los pactos de Gobierno. Lo segundo en que Canarias lleva ventaja respecto a España es en la noción de un Pacto de Progreso, pues ya lo conformó en 1985 Jerónimo Saavedra instaurando la primera cohabitación política en las Islas. Es la misma idiosincrasia del pacto de la flores del PSOE, Nueva Canarias, Podemos y ASG. En esa autopista, Canarias adelanta a Madrid y al conjunto de la política nacional.
De manera que lo que está cociéndose a estas horas en la Villa y Corte es, por una vez, un episodio nacional de segunda mano. Decía el padre de esta acepción, nuestro paisano Benito Pérez Galdós -del que cumplimos el centenario de su muerte- que “la moral política es como una capa con tantos remiendos, que ya no se sabe cuál es el paño primitivo”. El narrador de Fortunata y Jacinta habría dicho eso mismo del momento político actual español. Se rasgan las vestiduras, desde el PP a Vox pasando por Cs y CC, por que el PSOE se haya sentado a hablar con Esquerra Republicana, olvidando que a finales de 2016 fue la entonces vicepresidenta de Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría, la que impulsó la denominada Operación Diálogo con Cataluña. La diligente número dos del Gobierno del PP, en aquellas aguas procelosas -aún en la terrible crisis económica y en medio del azote mediático y judicial por la corrupción-, no tuvo reparos en sentarse a convenir con Oriol Junqueras un posible acuerdo y en designarle “nuestro hombre en Cataluña” después de la primera consulta soberanista, la del 9-N de 2014. El contexto ya era bronco, hosco y revirado como lo es ahora. Cataluña se alzaba en referéndums contra Madrid, amenazando con aprobar leyes de desconexión y rematar la jugada con un proceso de independencia en toda regla. Se albergaban unas posibles elecciones plebiscitarias y finalmente se armó la de San Quintín con el referéndum del 1-O en 2017, tras lo cual el Gobierno aplicó una noche el artículo 155 y se rompió la baraja. Soraya Sáenz de Santamaría admitió el fracaso de su famoso despacho en la Delgación del Gobierno y lo que siguió lo tenemos todos más fresco: Rajoy acabó perdiendo meses después el poder en la censura de Sánchez y Sáenz de Santamaría perdió el Congreso de las primarias frente a su enemiga íntima Cospedal y el actual secretario general del PP, Pablo Casado.
Como diría Galdós, de tantos remiendos que tiene esa capa -la del inveterado diálogo de Madrid con Cataluña- ya no se sabe cuál es el paño original. Todos los presidentes que ha habido en España han hablado, negociado, disertado y disentido con los prebostes de turno de la Generalitat. Felipe González lo hacía con Pujol, y este, a su vez, con Aznar, que presumía de hablar catalán en la intimidad para atraerse al elfo maquiavélico de CIU. Del PSOE al PP se hizo una y mil veces ese viaje de ida y vuelta. Luego Zapatero lo mejoró con promesas demasiado triunfalistas (“apoyaré” lo que digan, venía a proclamar). Y Rajoy le vio los pitones al toro. Zascandileó con Artur Mas y nunca tuvo química con Puigdemont. Pero con Junqueras, con el Obélix de ERC, sí mantuvo hilo directo, y no escatimó -con buen criterio- esfuerzos en sellar una entente cordiale por si era posible apagar el incendio antes de que ardiera la Sagrada Familia como ardió Notre Dame. Y no pudo ser.
Ahora -si regresamos a España este domingo, 5 de enero, víspera de Reyes- nos encontramos en un escenario de máximos como gusta tanto a este país. (y por si éramos pocos parió la abuela, que es el mantra favorito de Ana Oramas.) Con Torra destituido por la Junta Electoral Central jugando a puentear al Tribunal Supremo y con todas las espadas en alto, que es como da más emoción. Una vez Mardones (CC) le salvó el tipo a Felipe González y apoyó su investidura para que no se riera de su interinidad Francois Miterrand en una cumbre en París (también disintió de su partido, apoyó a Zapatero y se fue). Otra vez, Pedro Quevedo (NC) fue el diputado 176 que necesitaba Rajoy para sacar adelante las Cuentas del Estado -los famosos presupuestos Duracell de Montoro, que siguen vigentes y rozagantes-. Ahora, Sánchez ha repetido el guion que he recordado de sus predecesores: hablar, hablar y hablar con los catalanes si se ponen a tiro, a ver qué conejo sale de la chistera. También ha sido reincidente en menudear votos en un zoco político sin mayorías absolutas. Y, entre tantos, ha tocado en la puerta de los nacionalistas canarios. Aquí se produce, por primera vez, una situación anómala: ya no gobiernan los mismos, CC está en la oposición (de ahí, el cabreo de Oramas). Y como cabía esperar, le dura el despecho por la pérdida del poder a manos de un pacto de progreso. Retomando a Galdós, en la cínica moral política conviven la urticaria de CC a Sánchez por hablar con Junqueras mientras Clavijo pacta con los soberanistas en el Senado. “Estos son mis principios. Si no le gustan…tengo otros”, dijo un cómico fumador con bigote, cejas y hasta gafas postizas.
Estamos en lo de siempre, en las dos Españas y la conllevanza catalana. Para alborozo de Vox, que se alimenta de esta sangría. Habrá ruido unos meses. Sánchez se mirará en el espejo de Portugal grándola vila morena, del Bloco de Esquerda del socialista Antonio Costa, que iba a ser el Gobierno de la geringonça, de la chapuza, y acabó siendo pandereteado por Europa y el FMI. Recordará el calvario de la Grecia de Tsipras cuando Syriza era el diablo y Bruselas la quiso expulsar. Y pedirá precedentes para la navegación. Canarias tiene algo por una vez que enseñar a España: tiene un pacto de progreso y más de 30 años de gobiernos de coalición.