tribuna

8-M y una luz racional

El virus ha eclipsado nuestras vidas hasta extremos inimaginables. Este domingo devuelve a la calle el sentido de las conquistas sociales

No es la peste. Pero cada época que se precie ha tenido su parásito y su demonio contagioso y ahora estamos aterrados por un virus que hizo acto de presencia el pasado 1 de diciembre y en tan corto periodo de tiempo ha puesto todo patas arriba y se hacen apuestas negras sobre el cariz de los acontecimientos. En el circuito económico del poder no se piensa en otra cosa, y se piensa lo peor (lo cual conviene ponerlo también en cuarentena). Todo empezó por una pequeña multitud china de 11 millones de habitantes confinados en los barrios de Wuhan (“¡Vamos, Wuhan!”, repetían cada noche los vecinos de este epicentro del mal, con los primeros infestados en un mercado de animales, cuando el resto del mundo permanecía feliz e indocumentado) y ahora ha trascendido a las residencias de ancianos de Madrid clausuradas por el miedo; a la Rioja meditando si aislarse también; a los partidos de fútbol sin público en las gradas de una Italia estigmatizada por la concurrencia de casos; a Estados Unidos en estado de shock, o a Europa suspendiendo sus actos masivos y congresuales, y, de todos, quizá el que más nos duele: la ITB de Berlín. Si nos niegan la meca del turismo, santo y seña de nuestro eterno huésped alemán, ¿qué va a ser de una economía del monocultivo volcada en los servicios como la canaria? Las reservas no han tardado en empezar a despeñarse. Y toda esperanza se reduce a estas alturas a que el virus depredador remita por voluntad propia o por asedio y, en consecuencia, no cejen las vacaciones. O estamos aviados. De nada sirve que la ministra de Hacienda haya garantizado ayer al presidente Torres que Canarias quedará exenta del impuesto al queroseno si el coronavirus sigue haciendo de las suyas y el pánico se cronifica y la gente deja de volar por temor a contraer la enfermedad en un avión o a quedar confinada en un hotel.

Ahora todo lo demás ha pasado a un segundo plano. En apenas unos días de vértigo hemos cambiado de opinión todos a la vez: de relativizar el impacto del coronavirus por sentido común (27 muertos de gripe y más de 800 hospitalizados en Canarias hasta el día 1, frente a 18 contagiados por este virus) a parapetarnos ante cualquier eventualidad. En las Islas le hemos visto las orejas al lobo por la tos del turismo: el 30 por ciento de caída en las reservas. Este era, legendariamente, uno de los escenarios patéticos que más nos inquietaban: ¿qué colapso cabría imaginar el día que el turismo se enfrentara a la dejación de viajar a Canarias? El debate sobre la vergüenza a volar se ha visto superado por este miedo a volar a causa del virus. ¿Puede la vida de un país, de un continente y del conjunto de países y continentes cambiar en un mes o en dos, de la noche a la mañana, a causa de un agente biológico microscópico altamente contagioso que amenaza con desestabilizar la convivencia, la economía, la política, el deporte, la cultura…?

Veníamos este domingo a celebrar el Día de la Mujer, con la mejor de las intenciones, queriendo darle el protagonismo que merece, bajo el eco de sus revueltas históricas y huelgas de pan y rosas. El movimiento Me Too estremeció las conciencias de todo el mundo. Ahora Harvey Weinstein, condenado y en prisión, es la cara tumefacta de una era de Hollywood machista y de toda una impronta de abuso, de mansplaining y poder, es la sombra que persigue a Roman Polanski y enmudece a Plácido Domingo. Porque ha caído el telón. Ahora en España discuten las mujeres en el hemiciclo, como querían Campoamor y Zetkin, las dos Claras, lo cual no solo está bien sino que nos ahorra buena parte de las necedades de quienes han estado siempre en el machito.
Pero el virus nos ha instalado en este estado de emergencia, cuyo termómetro es la dinámica última de la vida social y política española desde la crisis económica y la inestabilidad de los gobiernos desde diciembre de 2015. Así lo demuestra la incipiente Ley de Libertad Sexual, erigida en arma arrojadiza y fermento de diferencias en el seno del Gobierno, y en disputa de lideresas de distinto signo y afinidad.

Creíamos que los años 80 del virus de inmunodeficiencia humana que introdujo bárbaramente en nuestras vidas el Sida era un punto y aparte. Constituyó un aldabonazo que alteró las relaciones sexuales y sociales. También supusimos que la Gran Recesión de 2008 iba a ser lo nunca visto por una larga temporada histórica. Ha habido cosas que nos sorprendían sobremanera en este último cuarto de siglo. Todo empezó a precipitarse, lo bueno y lo malo, y perdimos la noción del tiempo. Un ritmo frenético se impuso en todos los órdenes (no pensar, actuar), bajo una suerte de relojería psicológica de un tiempo que se imagina más que se vive con las horas perturbadas y el hábito de despertarnos con el nuevo apocalipsis de cada día, real o inventado, ambas cosas por igual. Este coronavirus, que bautiza el primer año de la nueva década, acaso no sea sino uno más de los episodios terribles que magnifican los peligros cotidianos. Denostado el sosiego y vencido el sentido común en el campo de batalla, lo que queda es esto: el disgusto sistémico de un virus universal que excita los terrores infantiles. Y el fruto es esto otro: la desestabilización, acaso una crisis en ciernes, o su fugaz apariencia irreal, pues ya queda dicho que da lo mismo que sea cierto o ficticio lo que proceda a partir de ahora.

La jornada de este 8 de marzo, por ello, recobra, a mi juicio, un sentido inusitado, pues devuelve a la calle -si las manifestaciones no se resienten por el yuyu al contagio- el significado de una de las pocas actividades que nos reconcilian, en mitad de este pandemónium, con la historia, blanco sobre negro, de las luchas más sensatas y reconocibles, cuando se hacían revoluciones por causas justas y la humanidad avanzaba al compás de cada nueva conquista. Ahora estamos en el desasosiego y el pavor; quizá por un tiempo dejaremos de besarnos y abrazarnos y de darnos la mano; volverá el fútbol, el cine y James Bond… El día de la mujer proyecta sobre este domingo una luz racional, cuando el resto de la escena permanece a oscuras, bajo una inquietante ofuscación.

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