tribuna

El fin del mundo aún no es esto

En 2009 tuve que viajar a América y crucé el Atlántico con un sentimiento de culpa ante la eventualidad de ser portador de la llamada gripe A

En 2009 tuve que viajar a América y crucé el Atlántico con un sentimiento de culpa ante la eventualidad de ser portador de la llamada gripe A. Habida cuenta de que se originó en Estados Unidos y prosiguió su razia en México, en realidad, era como el retorno del virus. Pero la influenza A (H1N1) tenía rango de pandemia de la OMS y eso imponía, era una responsabilidad social. Ahora, cuando Pedro Sánchez, invocaba un sentido de disciplina y exaltaba el heroísmo de quedarse en casa, evitando el contacto humano, el abrazo español y hasta el ósculo de los catecúmenos, para conjurar la propagación del coronavirus, han vuelto a asaltarme aquellos fantasmas. No pasó nada y el virus se quedó con nosotros. Se nos corteja con consignas que apelan a la militancia cívica y se nos convierte, en la práctica, en conmilitones de una guerra. He visto las calles de Santa Cruz desiertas a las pocas horas de la primera andanada de Sánchez, este sábado, que seguí desde un bar que ahora no abrirá sus puertas en cumplimiento del estado de alarma. Santa Cruz, tantas veces estigmatizada como una ciudad muerta, cumplió ese rol este sábado y lo seguirá haciendo durante la cuarentena. Viene de explayarse en un Carnaval sirocado que bordeó la suspensión con la suerte de cara, pues al día siguiente de un domingo de piñata fue diagnosticado positivo el médico italiano hospedado en el sur y, de inmediato, aislado el famoso hotel cobaya de Adeje.

Desde ese momento asistimos a una cascada de confinamientos en el exterior, que culmina este fin de semana en nuestras propias lindes con la apoteosis del estado de alarma. Imposible no alarmar si se decreta, justamente, una alarma. Tan inviable como invitar a abandonar en orden un recinto en llamas. A China se le metió entre ceja y ceja salvar el prestigio amurallando Wuhan, la cuna del virus, y ya nadie discute que ese método es el procedente. China es un país con la transparencia abolida que asegura que con la orden de reclusión resolvió el problema, y, una vez cantado victoria (a confesión de parte, relevo de prueba), una ristra de países notablemente contagiados, como Italia y España, no han dudado en copiar el guion, aunque algunos virólogos le concedan expectativas más modestas. España en tiempos no era reconocible sin toros ni flamenco, carente de su aguafuerte. Ahora el pan y toros han mutado en pan y fútbol, y este fin de semana no solo las calles se han amortecido, sin ocio ni clamor, sino que la gente se ha quedado sin goles. La cuarentena lo abrasa todo, del estadio a la pinacoteca, de la terraza al bar de la esquina.

Este estado de alarma no se parece en nada al de hace una década, cuando Pepiño Blanco militarizó los aeropuertos por la huelga encubierta de los controladores aéreos. Ahora esto es una tormenta perfecta, la simbiosis de las maldiciones, y el resultado es una pandemia, una recesión y una psicosis colectiva. La gripe estacional en España la padecieron hace un par de años 800.000 personas y hubo cerca de 15.000 muertos (6.300 el año pasado). Y en Canarias mata a una setentena (32 hasta ayer, en el registro de esta temporada). El Covid-19 suma por ahora 6.000 casos en España y unos 200 fallecidos (en las Islas, 62 positivos y una víctima mortal el viernes). Es pronto para comparar estos datos y concluir si son parejos o disímiles, pero hace tiempo que reparo en el hecho de que la gripe común, que suele superar el nivel basal y acabar en epidemia, tumba cada año a entre tres y cinco millones de personas y quita lavida a más de 300.000, incluso 600.000 en el mundo, la mayoría con enfermedades subyacentes o avanzada edad. El virus se ha viralizado y promueve cierres, cuarentenas y aislamientos en distintos rincones del planeta. No es que España se haya subido a la ola, es que este tsunami inunda la política mundial. China tiró por elevación y todos le hemos secundado en su receta de brocha gorda. la parálisis del mundo era previsible (Bill Gates ya se lo temía: un virus nos cogería con las defensas bajas). Ahora la recesión ya nadie la discute y en las Islas podemos decir que hemos vivido el colapso turístico que tanto temíamos. ¿Resucitaremos al muerto? Estoy convencido de que sí. Pero saldrá caro y acaso nada sea ya jamás igual. Repentinamente, nos hemos despertado con las agallas de un samurái en este harakiri colectivo. Era posible desconectar al monstruo en que nos habíamos transformado. Esta es la prueba. Somos el zombi que había bajo todas las capas que acabamos de quitarnos de un decretazo. Y el planeta lo va a agradecer, aunque tanto martirologio no sea ajeno a las trifulcas entre chinos y yanquis por la famosa hegemonía mundial. Ese partido sí que no se ha suspendido.
La cuarentena como método no es nueva, tiene más de 600 años de historia, desde que en los dominios medievales de Venecia la ciudad de Ragusa probó la medicina por primera vez y funcionó contra la peste negra, que acabó con el 60% de la población europea. Empezaron por el trentino y pasaron al quarantino, porque 30 días de aislamiento se revelaron insuficientes. No nos llevemos las manos a la cabeza; esto ya está inventado y se soporta. Un portavoz chino acusa directamente a Trump de meterles el diablo en casa. Algunos científicos (como en esta edición del DIARIO) arrojan consideraciones que serenan los ánimos. En Canarias entramos en barrena, sin turismo, sin comercio, sin mucho margen de soberanía alimentaria y a expensas de la obra pública, una panacea de doble filo. Quedarnos en casa es una cura de salud. Una impagable terapia de apego familiar entre perfectos desconocidos: padres e hijos. Sin fútbol ni ganas de callejear por si las moscas, la vida va a dar estos días un respingo. Y dará sus frutos, acaso hasta suscite otro baby boom sociológicamente reseñable como el de los anglosajones tras la Segunda Guerra Mundial; y los políticos volverán a lavarse las manos como Poncio Pilato.

No estamos, este domingo, donde querríamos estar. Es el miedo a puerta cerrada. Y afuera nos espera la crisis mañana. Nos hemos subido a un tren con rumbo desconocido. Ni siquiera sabemos si el tren está en marcha. Todo es muy extraño. Corrieron las cortinas de las ventanas y debemos estar dos semanas en stand bay. Nuestro deber es cooperar. Aunque no sepamos si el remedio es peor que la enfermedad.

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