tribuna

Si esto es la ficción, soñemos la realidad

La primera semana de encierro no permite extraer muchas conclusiones. No es grata la sensación de que todo se reduce a un parte de bajas. “El enemigo no está a las puertas, penetró hace tiempo en la ciudad”, dijo Sánchez en su emotiva disección-disertación de las medidas del Gobierno para afrontar esta guerra espeluznante. La pauta ha sido esa, la guerra frente a la amenaza común. Nunca con tal consenso en la contienda: poderosos estados junto a los más débiles, en el campo de batalla contra la sombra vagarosa del monstruo que mata a traición. Una guerra ecuménica. En La peste, Camus se admiraba de la solidaridad humana, desasida de deidades, sola y numerosa frente a la plaga. En nuestro caso, muertos célebres opulentos (el marqués de Griñón) e infectados celebrities (Tom Hanks, el príncipe Alberto, ministros y políticos) liberan un aroma equiparador: nadie está libre del azote de la bestia. Y la sociedad se ha desconcertado, acostumbrada a envidiar a ricos longevos y a asociar la miseria a la enfermedad y la muerte. Todo el dramatismo de este momento funesto excede la capacidad digestiva ante los peores desastres soportados hasta este momento: la economía, el clima e, incluso, la salud, pero nunca tan apocalípticos, no más allá de lo imaginable como ahora. Solo basta asistir ayer a la apelación de Sánchez a la noción del coraje.

La Unión Europea comete un histórico anatema para salvar a su hijos, los estados miembros, encerrados en casa tullidos de espanto: levanta el control del déficit y la deuda. La valerosa Ursula von der Leyen, que preside desde hace pocos meses la Comisión Europea, hizo público el perjurio este viernes: la suspensión del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, para que los países puedan disparar el gasto público contra la diana de la pandemia. La herejía de Bruselas ha exigido activar por primera vez la cláusula de escape general, prevista para casos de extrema gravedad. ¿Cómo pretender que ante las medidas y el verbo de esta guerra -estado de alarma, cuarentena, patrullas militares, cómputo de contagiados y muertos, y estas señales de naufragio de Europa-, nosotros, simples conejillos de Indias, no entremos en estado de pánico? Si esto fuera una prueba de fuerza, un simulacro, un ensayo urbi et orbi para medir la capacidad mundial de respuesta humana ante una calamidad gigantesca, se necesitarían generaciones para borrar los efectos secundarios. Si alguien concibiera tal experimento, ya se sabe que la humanidad entera es una fiel cobaya. Pero se trata de una pandemia real que está fuera de control, y, sin embargo, todo lo antedicho se sostiene, saldremos de esta aturdidos como de un ictus global, sin memoria y sin hábitos sociales, torpes ciudadanos entumecidos, instruidos a presión en el distanciamiento social y las tres negaciones medulares: el beso, el abrazo y la mano, prohibidos.

Debemos asumir el sacrificio, respetar las instrucciones, renunciar a la restricción de las libertades, que serían las palabras de Camus. Esto se parece más a la ficción; soñemos, por tanto, con volver a la realidad. Aquí solo falta que descienda un marciano sobre nuestras cabezas y dé sentido a este despropósito.

¿Es la guerra? Pues sea. La tentación de pensar que esta pudiera ser la Tercera Guerra Mundial no deja de resultar esperpéntica. Estos días he recordado las escenas de la visita del presidente chino, Xi Jinping, a Tenerife, a fotografiarse a las faldas del Teide, cuando éramos cándidos y placenteros. Y esa imagen del poderoso mandarín obra como una premonición del confucionismo que íbamos a practicar en casa conversando, sin la felicidad constante, sino en frecuentes cambios. También Darwin soñaba con venir a ver el volcán y el drago y lo dejamos en el puerto de Santa Cruz, en el siglo XIX, en cuarentena por si el Beagle traía el mal del cólera inglés. Cuando el mundo era real y visible, nuestro código de conducta no contemplaba ni por asomo un fin de ciclo como este, donde las calles y las ciudades se vaciarían y la economía dejaría de funcionar. El crack absoluto. Esto que ahora pertenece a nuestro nuevo acervo y estilo de vida era impensable, y las grietas del sistema amenazan sucesivas crisis. Si ahora lo primero es salvar la salud, mañana nos espera la pandemia económica. Vivimos al día, partido a partido (Simeone, ese otro filósofo). En prisión consecutiva. En el mundo rehén de hoy caben múltiples mundos familiares. Los balcones erigidos en palcos para las salvas de aplausos vespertinas a los héroes de la Sanidad, que pelean sin fusiles, sin casi equipos de protección. Los pequeños dibujando y comunicándose online con los amigos de la escuela. Padres e hijos jugando a la jenga y al parchís. Las estancias de la casa disfrazadas de parques, cafeterías y terrazas de lectura hacia el exterior como en la Rue del Percebe de Ibáñez. Es compatible esta armonía de hogares redescubiertos con las primeras fricciones en la calle de quienes se saltan la orden de aislamiento o increpan a la policía, y acaban detenidos y condenados. Puestos a remar, rememos. No nos queda otra. Todas las buenas noticias se agradecen y nos invitan a albergar esperanzas de un final del cautiverio más temprano que tarde. Nos aferramos a la cloroquina de la Segunda Guerra Mundial, ojalá la dispensen y salve vidas como en Indochina frente a la malaria. Estimula creer a Von der Leyen prometiendo una vacuna para otoño. Toda ansiedad por acabar de cerrar rápido este paréntesis agrava los signos depresivos que acompañan las esperas prolongadas. Vendrá el día en que volvamos a salir a la calle, como de un campo de concentración, y nos abracemos, y será la señal de que hayamos vencido al miedo, que estaba detrás de todo, acorralándonos.

P.D. ¿Por qué este periódico sale a la calle en medio de la cuarentena y cuenta la vida diaria en la web y el papel? En La peste, que he traído a colación, el médico Rieux, un ateo que cura a enfermos, lo explica, en diálogo con el periodista Rambert:

-”…Es preciso que le haga comprender que aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad. Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la peste es la honestidad.

-¿Qué es la honestidad?-dijo Rambert, poniéndose serio de pronto.

-No sé qué es, en general. Pero, en mi caso, sé que no es más que hacer mi oficio.”

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