diario de la cuarentena

Enrico Berlinguer, el comunista italiano que buscaba pactar con los demás

Mientras el país anda noqueado por las consecuencias del confinamiento y las dudas sobre el futuro económico del país, el Congreso está cada vez más bronco, con la derecha desbocada y el Gobierno más criticado por sus aliados
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En 1984, el Partido Comunista de Italia ganó las elecciones que se celebraron ese año al Parlamento Europeo. Si los cálculos no me fallan, fueron los primeros comicios que ganaba un partido autodefinido como “comunista” en un país de la Europa occidental tras la II Guerra Mundial. La clave, además de la sólida presencia del PCI en Italia, fue la popularidad de Enrico Berlinguer, secretario general del partido, muerto unos pocos días antes de las elecciones de un derrame cerebral que lo sorprendió durante un mitin.

Berlinguer, hombre de orígenes aristocráticos, encabezó junto a Santiago Carrillo y al francés Georges Marchais un intento de renovar el comunismo europeo en la segunda mitad de los años setenta, distanciándose de la tutela de la URSS y aceptando la democracia parlamentaria como vía para conseguir sus objetivos, renunciando a la dictadura del proletariado. Ya en 1973, Berlinguer había iniciado un proceso de acercamiento a la Democracia Cristiana italiana en plena crisis económica y social para mantener la estabilidad institucional del país al mismo tiempo que impulsaba cambios estructurales profundos para favorecer a las clases trabajadoras. Fue el llamado “compromiso histórico”. Detrás de la visión de Berlinguer, dice el historiador Pietro Scoppola, estaba el objetivo de construir “una nueva subjetividad popular fruto del encuentro entre dos mundos, el católico y el comunista”.

El ‘compromiso histórico’ terminó pocos años después, debilitado en parte tras el asesinato, en 1978, de Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristinana, exprimer ministro y uno de los máximos defensores de esta política de acercamiento a los comunistas. Después de que Moro fuese asesinado por los terroristas de extrema izquierda de las Brigadas Rojas, los sectores más conservadores de su partido aprovecharon para dar un giro a la derecha al Gobierno y Berlinguer volvió a ejercer un papel de oposición más frontal. Aun así, su empecinamiento por romper una política de bloques, su gran autoridad moral y su capacidad para conectar emocionalmente con las clases populares italianas, más allá del PCI, lo convirtieron en un político muy querido. El día de su entierro, más de un millón de personas salieron a la calle en Roma para despedirlo, con el presidente de la República italiana, el socialista Sandro Pertini, inclinando la cabeza mientras tocaba su féretro.

Siempre me han fascinado esos personajes complejos que trascendieron sus fronteras políticas y personales para entender a los otros guiados por el bien común -que cuida con especial mimo a los humildes- y un sentido auténtico de la moral. En el lado opuesto a toda esta capacidad de entendimiento está la política española actual, con un Gobierno cada vez más criticado por sus aliados, que le acusan de una inercia centralista, y una extrema derecha desbocada que le coloca sin vergüenza ni pudor a Pablo Iglesias los muertos de las residencias de ancianos, con la complicidad del PP. Y mientras, la hecatombe económica en la esquina.

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