tribuna

La liberación de los niños

Hoy la vida adquiere un significado del que antes carecía. Todo cobra una nueva dimensión y cada día, cada instante, se llena de sentido. Eso hemos ganado, al menos: conciencia humana. Es curioso, no la conocíamos y estábamos vacíos sin ella; ahora es como si empezáramos de nuevo a vivir. De lo que aquí se va a hablar es de las secuelas y, acaso, entre otras, esté el olvido de cuanto hayamos padecido hasta el final. También se habla del peor efecto del virus en nuestras vidas, de la libertad, de la ingobernabilidad y de una ocurrencia tan ingenua como apremiante: el partido imprescindible que nunca existirá.
Cuando ya todo sea historia nos costará trabajo dar crédito, desde la recurrente memoria selectiva, a las escenas que hemos presenciado disfrazadas de una normalidad aparente. Porque este pandemónium tendrá su fin, antes o después de otoño, y se impondrá un nuevo statu quo, que debuta ya mismo, desde hoy domingo, con la liberación de los niños. Comenzaremos a olvidar. Es un riesgo probable. Veremos diluirse en sus más mínimos detalles los peores recuerdos de la pandemia que nos partió por la mitad y cubriremos con nuestra propia censura los acontecimientos que nos impactaron durante la larga cuarentena de esta peste ateniense. Si los sabios tienen razón y el mundo dará un volantazo en su fisonomía, temo que no sentiremos la diferencia, a lo sumo haremos como aquel poeta expulsado de su Roma entrañable a los confines del imperio, que adulaba al emperador para ganar su perdón en vano. Seremos sumisos o borregos ante el tirano provenga del virus. Una vez desconfinados, con mejor suerte que Ovidio, que nunca salió del destierro en la aldea del Mar Negro, gozaremos como Ulises de una segunda oportunidad y la calle será como un feliz regreso a Ítaca. ¿Entonces, no quedará ni rastro de estos meses de travesía en el desierto de ciudades que no reconoceremos como nuestras? ¿Volveremos a la jungla, a la jauría, a la política rapaz? Es posible. Y la democracia, tal como la entendimos, acaso caduque más deprisa, y la crispación sea más sofisticada y cruel.

No vamos a poder ser hoy muy optimista, no. El horizonte no invita a concebir un edén maravilloso, sino el paisaje sórdido que tenemos delante. Si no tomamos medidas, lo que viene es el mundo de los Bolsonaro y del doctor Trump, con sus consejos de desinfectación. La estulticia en lo más alto de la esfera pública, la gerencia mundial de los torpes, el eclipse de la política de las buenas causas. A eso vino el coronavirus, a anunciar un nuevo mundo, ¿peor que el anterior?, y a fijar la nueva era. El año I d.C. Hoy es el primer día de ese primer año después del Coronavirus, aun cuando el microbio no se haya ido. En la Atenas de Tucídides, como recuerda Virgilio Zapatero, tardó años en desaparecer, con sus etapas de quiescencia y rebrotes, y fue determinante en la Guerra del Peloponeso. También entonces se cebó con los sanitarios, diezmó la población y en el curso de unos pocos años cobró un esplendor inusitado el incivismo social y político de una democracia no escrita. El historiador y militar ateniense, testigo y víctima de la epidemia, constató la crisis moral que trajo consigo.
¿Qué necesitamos? Una nueva y rápida disrupción de los grandes principios, si no con estos mimbres, con otros. O el precio será una tormenta perfecta: la peor crisis sanitaria, la peor crisis económica y la peor crisis política. El desorden. El desgobierno. Necesitamos urgentemente pasar de la distopía a la utopía.
Venimos de asistir en estado de shock a una invasión de realidad modificada y acaso salgamos convertidos en unos perplejos crónicos, expuestos a los bandazos de indeseables ideologías. El primer mandatario del mundo acaba de sugerir inyectarse desinfectantes para limpiar los pulmones y penetrar bajo la piel haces de luces para reducir a un virus que es sensible al calor y la humedad. Esto, en pleno siglo XXI, si no hemos perdido la cuenta. Ya con Kim Jong-un fuera de combate, ¿qué lejos quedan sus bravatas nucleares y qué mínimas? Ojo, hemos jugado a la ruleta rusa, con miles de muertos sobre la mesa mientras los líderes discuten de repartos de poder, y de esta sesión diabólica, o aparece el fantasma de una tercera fuerza generosa o se rompe la baraja. Tenemos imágenes en la retina de las patrullas militares y policiales sofocando la rebelión individual de los escapados para recorrer unos metros al aire libre, a riesgo de dar con sus huesos en la cárcel. Una parte del vecindario en sus horas no plausibles vigila y delata desde la ventana a quien se salta el estado de alarma. Algunos violaron la cuarentena en un coche de rally para sobresaltar a la gente de madrugada. “¿El mundo está loco? No. El ser humano es extraordinario”, proclamaban los internos del psiquiátrico bonaerense de Radio La Colifata en una campaña de publicidad. Pero resulta que el mundo sí está loco y no todos los seres humanos son extraordinarios. La penosa dosis de líderes perturbados halla al fin su mejor caldo de cultivo. Imaginar unas islas con el 50% de paro sin que nos sacuda el volcán de Braulio es una quimera. O nos mandan el helicóptero de dinero que usaron los americanos en la Gran Recesión o nadie -salvo los adictos a la poltrona- cogerá el poder en el futuro ni que se lo regalen en una bandeja repleta de mociones de censura. Como ha dicho Alfonso Guerra, ahora la política está mal vista por la sociedad y los mejores no quieren meterse en ella. Vendrán los peores ejemplares de esa fauna, como los animales salvajes que toman las ciudades vacías, a ocupar o recuperar las instituciones como los buitres caen sobre la carroña en un eterno trampantojo populista de caridad. La nueva normalidad nos debe una buena nueva. Hoy brindemos por la libertad de los niños. Mañana por la de todos.

La democracia va a envejecer muy rápido. Hago votos por que un día irrumpan esas fuerzas bienintencioadas; diré más: que sean fuerzas sin vocación de poder, que nos vacunen del riesgo de involución. Que traigan esperanza con su presencia desinteresada, pues su papel histórico será el de facilitar las mayorías y ejercer de guardián, aun al precio de no gobernar nunca con tal de impedir el peor de los virus de una sociedad: el desgobierno.

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