“Cuando me levanto cada mañana agradezco a Dios que estoy vivo, practico la gratitud diaria; la vida me molió”, me confesó en una entrevista que tuve ocasión de realizarle para DIARIO DE AVISOS Gustavo Zerbino, superviviente de Los Andes, que con 19 años fue capaz de ganarle el pulso a la muerte, junto a otros 15 compañeros, después de sobrevivir a un accidente aéreo y superar 73 días en la cordillera de Los Andes a temperaturas de casi 40 grados bajo cero y sin víveres.
Dos veces fue la muerte a buscarles y, aunque arrambló 29 vidas, a ellos no les encontró. O no pudo con este grupo de jóvenes, para ser más precisos. Cuando cumplimos los 40 días de confinamiento por el coronavirus, he vuelto a releer aquella entrevista, plagada de lecciones vitales que nos recuerdan la esencia de la fortaleza del ser humano frente a adversidades desconocidas.
Gustavo me decía que la gente vive quejándose las 24 horas del día porque tiene un patrón de conducta que les boicotea y que les hace ser parte del problema permanentemente. Se quejaba de que hoy le preguntemos todo a Google y de que hayamos perdido la capacidad de discernir, de discrepar, de dialogar, de crear juntos un punto de acuerdo entre diferencias. “Está todo al revés y el ser humano debe volver a la esencia del ser interior: tenemos que ser felices. Pero la mente no es feliz, porque solo ve lo que falta, la diferencia, lo que no tengo”, insistía.
Después de que el mundo les diera por muertos (“Dios no nos mandó un helicóptero, lo fuimos a buscar nosotros”), le daba vueltas al reto del ser humano a la hora de asumir lo esencial: estar vivos y tomar decisiones. Me decía que existe un miedo excesivo al fracaso, a equivocarse, cuando más allá del error está, por encima de todo, el aprendizaje. “La gente tiene miedo a equivocarse y busca la perfección, que no existe. Hay 12 horas de oscuridad y 12 horas de luz, hay aciertos y errores”.
combatir el miedo
Pero, ¿qué hay del otro miedo, el extremo, el que sufrieron 16 chicos de apenas 19 años confinados en un fuselaje rodeados de cadáveres en un valle a casi 5.000 metros de altura aislados entre montañas y nieve?, le preguntaba. Y entonces él -lo recuerdo como si fuera hoy– recurría a la única explicación posible para revelar de dónde sacaba la fortaleza mental aquel puñado de valientes para combatir el terror: “No teníamos miedo porque no había nada que no fuera miedo. Todo era desconocido. Y cuando todo lo que tienes alrededor es miedo, ¿dónde está el miedo? Estás dentro de él. Entonces aprendes a moverte y eres libre, porque no hay nada que perder. Allá, en la montaña, para morirse no había que hacer nada. Te quedabas quieto y te ibas, es lo que se llama muerte dulce, porque la vida se va apagando. Para vivir había que luchar, pelear, golpearte la cara y el cuerpo para producir edemas, vasos de dilatación, calor…”
Luchar y luchar. Cada día, cada minuto, cada segundo. Esa fue su única opción. Hoy, en plena cuarentena y en medio de una guerra sin cuartel sin precedentes contra un enemigo invisible, microscópico, sin pies ni cabeza, la lucha es el camino para terminar de salir del largo túnel de la pandemia. Y esa lección deberíamos aplicarla no para ser dueños de lo que nos pasa, que no está en nuestras manos, sino para serlo de todo aquello que hacemos con las cosas que nos pasan. A fin de cuentas no es más que una vieja teoría para prender la chispa de la creatividad y transformar un problema en oportunidad, porque, como sostenía Zerbino, “las quejas agrandan los problemas, mientras que las dificultades se achican cuando nos concentramos en el objetivo”.
Esta semana escuchaba a otro de los supervivientes de Los Andes hablar con el periodista Víctor Hugo Pérez en los micrófonos de Canarias Radio sobre el confinamiento planetario por la Covid-19. Roberto Canessa, uno de los integrantes del equipo de rugby que caminó 10 días por la cordillera hasta encontrar a un arriero salvador, simboliza otro gran ejemplo de lo que significa la resiliencia, ese pozo del que sacar cubos de vitalidad cuando parece que todo está perdido, y por eso sonríe cada vez que alguien en estas fechas intenta comparar las medidas de aislamiento domiciliario actuales con la odisea que vivió en primera persona aquel invierno de 1972.
fuselaje de lujo
“Yo entiendo que si hay una familia con cuatro hijos en un piso de 60 metros cuadrados te quieras tirar por el balcón, pero allá éramos 16 personas en 16 metros cuadrados y si salías afuera a orinar se te congelaba el chorrito. Creo que ahora el fuselaje en el que estamos es de cinco estrellas. Además, allá teníamos el 99% de posibilidades de morir, y aquí tenemos el 99% de posibilidades de sobrevivir”, explicaba en la entrevista.
En situaciones como la actual la actitud lo es todo. O casi todo. La historia nos ha enseñado que en las situaciones más extremas las ganas de vivir se imponen a la fortaleza física, una máxima que no debemos olvidar para encarar reveses inéditos como el que nos ha puesto la vida delante en este año lobo con piel de cordero.
Y ahora que se habla de desescalada y comienza la cuenta atrás para que se vacíen los balcones y se empiecen a poblar las calles, conviene tener a mano esa llave maestra que nos permita abrir de par en par todas las puertas por las que acceder a esa nueva normalidad: aceptar que nos pueden pedir ayuda, pronunciar la palabra perdón cuando nos equivocamos y ser agradecidos. También lo aprendí de Gustavo Zerbino.