tribuna

El confinamiento insular

Parecen convenir los expertos en que el hecho de ser islas ha obrado esta vez en nuestro beneficio

Parecen convenir los expertos en que el hecho de ser islas ha obrado esta vez en nuestro beneficio. La condición insular habría sido determinante para frenar al coronavirus. En esencia, eso pretendía el Gobierno al decretar el estado de alarma: confinar a la gente, aislarla. Y en Canarias funcionó, según esa teoría, porque no hacía falta ninguna impostura; ya éramos islas y bastaba con cerrar los ojos y actuar por inercia. Y cerramos los hoteles. Y abrazamos el alejamiento donde antes el alojamiento era un dogma. Por eso, el doctor Simón alabó la labor sanitaria y la gestión de la crisis que ha hecho Canarias. Ha sido “espectacular”, resumió el viernes en la ceremonia de los territorios que pasan a los cuartos de final este lunes, con la ausencia del Barça y el Madrid, valga el símil futbolístico.

Veníamos de 500 años de aislamiento civilizado, del destierro de Unamuno en Fuerteventura y el confinamiento en El Hierro de los represaliados por el Contubernio de Munich. Tal era el perfil profesiográfico de esta tierra. Ser islas y estar lejos no ha sido ninguna actividad vocacional, sino un decreto cartográfico a escala, donde un archipiélago es el espejo en el que se mira un Estado o continente. De esa dictadura de la geografía, que hizo de los canarios un pueblo en continuo conflicto con la distancia (pensada y sentida), se desprende que, en esencia, hemos llevado a cabo una búsqueda permanente de alternativas a la declaración de alarma que establece la naturaleza. No estoy exprimiendo la retórica de una metáfora, sino hurgando en la herida.
Aquí abajo, en las Islas, hablar de aislamiento es usar una palabra profunda, que hunde sus raíces en nuestro imaginario colectivo más remoto. Aquí hemos hecho la mili del coronavirus mucho antes, y tenemos interiorizado un instinto de rebato preventivo ante las amenazas del exterior, como siempre se ha dicho, frente a las plagas de langostas o la calima, y con respecto al vestigio del asedio de almirantes y piratas hace mucho tiempo que adoptamos un estado contemplativo de alerta. El canario es un refugiado que vino y se quedó. Hizo ese viaje al aislamiento y vigila por si acaso.

En la cultura aborigen estaba la cueva, que ahora Cáritas ha vuelto a airear con motivo de la infravivienda de la crisis. El insondable pueblo canario guarda memoria de cautiverios y epidemias, como el cólera y la peste, y el siglo XIX fue paradigmático de los estragos del flagelo, pues murieron miles de personas en nuestras islas mayores y la población era sensiblemente inferior a los dos millones actuales. Quiérese decir que convivir con el diablo disfrazado de patógeno lo hemos hecho desde tiempo inmemorial. Los conquistadores trajeron, entre sus armas, la secreta gripe que produjo la modorra de los guanches y allanó el camino como en las restantes conquistas imperiales con la espada y las enfermedades de contacto. La historia se repite con las circunstancias de cada momento. Y por eso los sucesos de esta pandemia son un terreno abonado a las mutuas acusaciones entre las dos potencias que se disputan la hegemonía mundial: chinos y americanos. En las bucólicas islas de la Antigüedad ya pasaban cosas por el estilo, y la sombra del exterminio es una constante histórica. Nadie discute que esta experiencia tendrá secuelas dolorosas más allá del acribillamiento y las pérdidas humanas. Como en cualquier posguerra (al cabo de setenta y cinco años seguimos observando con espanto las imágenes de las ruinas de Berlín), el día después es toda una época. Y también estos peñascos saben la intemerata de miserias, hambrunas y desgracias, con que hicimos estribillo de las crisis de antaño y nos echamos a la mar a buscar las naranjas del poeta en América. Con sangre, sudor y lágrimas, digamos al hilo del mismo aniversario que todos tenemos en mente.

Sin hoteles ni aviones, en dos meses hemos dado un salto retrospectivo. Y este lunes saldremos a la calle (dos millones cien mil personas deben hacerse hueco, y las autoridades han previsto cortes de tráfico y la conversión peatonal de vías céntricas para evitar aglomeraciones), temiendo, después del parón, al frenesí. La desescalada es la moviola de este confinamiento, que ya dejó de tener el sentido estricto de la palabra para convertirse en la manivela del poder. El status quo de esta guerra ha dado paso a una democracia modular y todo Gobierno le coge gusto al estado de alarma con que mueve los hilos, pero esa adherencia es adictiva y ha de saber culminarla.

El momento que vivimos es crucial, es la semilla y la planta en su distinto apogeo: qué nueva simiente saldrá de este caos para engendrar qué mundo después. Y hay que revisar cómo se las ingeniaron las sociedades que salían de las guerras anteriores y de las crisis posteriores. Los canarios emigraron con el agua al cuello y otros pueblos se levantaron como pudieron. Los alemanes de mediados del siglo pasado renacieron de sus cenizas. Los españoles, a trancas y barrancas, dieron con su propia fórmula, y la Transición -de la que hoy nos acompaña Otero Novas- ahormó un mundo que deparó prosperidad y cierta malquerencia bajo la piel.

Este domingo trae en la mochila una serie de reminiscencias que tienen que ver con la idea del debut tras la espera; a las puertas del lunes que nos convoca en la calle, se trata de una extraña celebración. Porque es como el último día de un embarazo -venimos de otros que lo han sido a menor escala, con el matiné de los paseos infantiles y las siguientes aperturas para adultos y runners-. Y es lunes de parto. De ahí toda esta novelería. Día de puertas abiertas.

En mi barrio vivía un hombre canoso y barbado, salía poco a la calle y lo visitábamos en su casa. Aquel mítico palmero don Miguel Brito, fotógrafo de la Casa Real, había cruzado el charco a América como tantos canarios para traer el primer cinematógrafo, y vivía en Duggi en la Calle Sin Salida. Que es como el nombre de una isla.

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