tribuna

El experimento del siglo

En la burbuja de estos días hemos ido dando tumbos sin más voluntad que buscar una salida desesperada a la situación, al confinamiento, al contagio del virus, al contagio de la casa como enfermedad de arrinconamiento y depresión, y al hecho mismo de matar el tiempo en tiempos de tanta mortalidad.

Nuestro único afán ha sido el fin de este paréntesis. En otras circunstancias nos dicen que Alemania ha entrado en recesión (como así acaba de suceder) y nos habríamos puesto cardiacos por las consecuencias de la previsible caída de turistas de esa nacionalidad en nuestras Islas. Ahora la noticia llueve sobre mojado. ¿Qué nos puede perturbar el repliegue del turista alemán si es al turismo en su integridad al que hemos reducido a cero? La búsqueda de una salida a todo, a la que empecé refiriéndome, coexiste con la conciencia adquirida de que todo se ha hundido irremediablemente. Y, por tanto, hemos ingresado en un bucle, donde todo puede ser blanco o negro. Y ambas cosas a la vez. Podemos salir de esta con plena satisfacción (algunos empresarios admiten que ese es su caso) o con el rabo entre las piernas. Podemos sentirnos afortunados y desgraciados en paralelo. Porque la vida nos ha cambiado tanto en dos meses que ya nada es verdad ni mentira, ni del color del cristal con que se mira.

Las semanas de encierro, el bombardeo constante de noticias desgarradoras y un interminable hilo que conducía a ninguna parte impedían que diéramos, con ayuda del mito de Ariadna, con esa puerta de salida al laberinto. Ahora, por suerte, hemos entrado en las fases de desescalada. Y como niños, incipientes y agradecidos, celebramos la reaparición de los viejos escenarios. Esa mezcla de añoranza y deslumbramiento es la que todos compartimos en el momento presente de un fin de semana manumiso. Van cayendo los muros del encierro, el laberinto se deshace por generación espontánea, y regresa el paisaje de la ciudad. Con cierto titubeo, acertamos a pedir un café en un bar elegido al azar y aguardamos impacientes a que el camarero nos sirva la pócima de libertad.

Estamos contentos y nerviosos por el regreso a la normalidad que representa esta suerte de libertad condicional, como si tras meses de presidio obtuviéramos permiso para transitar por las calles y regresar a la celda a dormitar el sueño de una reclusión disfrazada con mascarilla para ponernos a salvo del aire peligroso que se respira ahí afuera. La nueva normalidad que queremos que se parezca tanto a la vieja, a la de siempre. Pero estamos también influidos por el miedo a una vuelta atrás, a que nos sea revocada la recién estrenada libertad a medias de pasear, bajo esa espada de Damocles con que nos intimida el Gobierno, dueño y señor de nuestro destino para mayor beneficio de nuestra salud. Ya sabemos que si hay rebrotes de contagios se restablecerán los límites y las murallas volverán a alzarse como un puzle automático. Y eso es lo que ahora mismo más tememos.

Es el mar de las aguas negras de todas las muertes que transporta la incesante barca de Caronte de dos meses a esta parte. No podemos permanecer insensibles a la desaparición física de las personas que se han ido, por uno u otro motivo, ni creernos siquiera supervivientes. Todos los valores han cambiado de escala en la confusión. Las muertes han creado una carpa luctuosa que cubre los días de una gran pesadumbre. Estamos en la fase del duelo. Ha muerto mucha gente. No es necesario que haya muerto un familiar, el luto es genérico, nos abarca a todos. No se recuerda una situación funeraria semejante. No es que la muerte nos haya cogido por sorpresa como una novedad, claro que no, pero esta ha sido una inundación de muerte ajena y propia, un desbarrancamiento de vidas en tan poco tiempo. Nadie estaba preparado para este estrés de muertes.

Murió Julio Anguita. Y no de coronavirus. Una muerte tras otra, se fueron yendo en estos meses últimos de cuarentena y escabechina gente anónima y personajes públicos. Habrá que hacer el recuento y balance de esta diáspora de vidas que se fueron para siempre. Anguita, el de “programa, programa, programa”, el califa rojo, el comunista, el pensador y el verso libre. Cuando la política española constaba de actores previsibles que se turnaban en el poder, Anguita era la mosca cojonera que impedía que las ovejas se durmieran en el hemiciclo. Los tiempos corren deprisa y a España ya no la conoce ni la madre que la parió, como diría Alfonso Guerra. Pero en la política española, a diferencia de otras democracias menos cicateras, a estos personajes se les encasillaba y condenaba a la hoguera del olvido. Vivimos pegados a la mediocridad cotidiana de la disputa del corto espacio particular, de los votos y de esas miserias del poder mezquino. A tal punto que este huraño coronavirus nos ha vuelto a humanizar, nos ha recordado quiénes somos y nos ha puesto a cada uno en su sitio. ¡Cuánta pobreza intelectual desprenden los sectarismos ideológicos de España! Anguita, como Rajoy o Zapatero, como González o Aznar, como Iglesias o Casado, y como Arrimadas o Susana Díaz, ocupaba un escaño, más allá de las Cortes, en el imaginario colectivo de este país. Pero el cainismo político lo excluyó de la vida pública, como si viviera con su hermano en Tenerife y sintiera el desgarro de la insularidad.

Ha sido tensa la espera. Y está siéndolo el retorno. Volvemos, sí, pero estamos tanteando el terreno. Nos quedan las secuelas, los restos de esta quincena y todo un mes por delante de estado de alarma. Pero las cadenas no son las mismas. La cuarentena ya terminó de facto. Salimos y entramos en el laberinto como en un experimento. Con la lección aprendida, como en el gato de Schrödinger, entre las cuatro paredes de la caja asumiendo la paradoja de estar vivos y muertos y felices y tristes y todo ello a la vez.

TE PUEDE INTERESAR