tribuna

“Cito, Longe, Tarde”

Ahora que hemos vuelto con titubeos a la normalidad como caminando de puntillas para no despertar al monstruo, ya nunca podremos saber qué habría pasado, qué habríamos sido capaces de conseguir si el mundo, en marzo, hubiera seguido su curso

Ahora que hemos vuelto con titubeos a la normalidad como caminando de puntillas para no despertar al monstruo, ya nunca podremos saber qué habría pasado, qué habríamos sido capaces de conseguir si el mundo, en marzo, hubiera seguido su curso, la economía continuado creciendo y nuestras vidas personales permanecido inalteradas sin el muro que nos aprehendió y retuvo. Esta intriga nos acompañará el resto de nuestras vidas. El tiempo, esa fruta, si es tiempo perdido, es esta fruta podrida. La crisis.

Solo ya la esperanza de una rápida vacuna nos consuela, como se sueña con el Santo Grial o la panacea de los alquimistas. Los primeros profármacos (remdesivir, dexametasona) nos pertrechan. Hemos visto las orejas al lobo, la boca negra del lobo, hemos estado dentro de ella: esa extraña vicisitud de tres meses de encierro fue lo más parecido a un arresto domiciliario. Reos, internos, reclusos, cautivos o como queramos llamarnos tras esta experiencia…, la isla, el país entero, el continente y el mundo han sido seudocárceles súbitas, improvisadas y férreas, como si les hubieran crecido auténticos barrotes, y abortaron los espacios de convivencia, la libertad de movimiento, las interrelaciones personales y otros logros civilizatorios. Entre los percances previsibles, nunca pudimos especular tal cosa, ni, por consiguiente, el castigo, multa y prisión convencional.

Aquellos días de marzo nos transportaron de golpe a la Edad Media, al archipiélago milenario de Venecia a mediados del 1300. Venecia era el epicentro comercial de Oriente y Occidente; nosotros somos un preciado solárium para los turistas de la Europa próspera. Como aquella, nos vemos con el agua al cuello: la acqua alta. Ni La Serenissima ni Canarias podían permitirse paralizar su economía. Es esa necesidad de reactivarnos la que nos sirve de comparación si nos miramos en el espejo: Venecia, confrontada en su día con su peste bubónica sin renunciar al vellocino de oro de sus puertos, y nuestras islas, bajo el azote del coronavirus, abocadas ahora a recibir a millones de turistas, expuestas de ese modo a los temibles rebrotes. (Como ha ocurrido con el virus de la censura en la vida municipal, aun con los hospitales haciendo recuento de altas y bajas, en una clara expresión de política carroñera para mayor estigma de la historia de estos días innombrables.)

La próxima semana habrá diez millones de infectados en el mundo (vuelvo al coronavirus). En Suecia hablan de una situación terrible. En EE.UU. se registra uno de cada cuatro casos mundiales y la Unión Europea abrirá el miércoles sus fronteras exteriores exceptuando los lugares más conflictivos. Los repuntes se suceden y la OMS alertó esta semana de que la pandemia no se acaba, crece. Vamos camino de sumar medio millón de fallecidos en todo el planeta (en la Europa medieval, la peste negra se llevó por delante 20 millones de personas en un lustro). El caso de Canarias es paradigmático, con una situación estable de contagio prácticamente cero y unos pocos casos de importación en pateras. El hecho insular y el estado de alarma han ayudado a contener la cornucopia de la epidemia. Pero una vez que el confinamiento ha tocado a su fin se nos acaba el chollo, y ante la crisis se vuelve en contra el hecho insular. La habitación del fondo cerrada era una cosa, pero la casa abierta de par en par es un peligro. Con los primeros turistas, el virus se sube al avión. Sin test en origen ni en destino, es una moneda al aire. Somos carne de cañón.

Del pandemónium de la pandemia quedan vivos recuerdos, como el hotel cobaya de Adeje donde fueron confinadas mil personas siguiendo los cánones de las trentinas y cuarentenas. Curiosamente, este es un momento dulce, con las UCI casi vacías y sin muertos. Pero, ¿cuánto durará el oasis? Afuera se replican los rebrotes, y eso nos quita el sueño. A Kristalina Georgieva, directora gerente del FMI, le salen las peores cuentas: la crisis será mayor que cuando la Gripe Española de 1918 y que la Gran Depresión de 1929 y naturalmente que la Gran Recesión de 2008. El cráter previsto este año es de un 4,9% de caída del PIB mundial; en España, el 12,8%, y en Canarias el boquete será aún más grande. Hay cierta confianza en una recuperación rápida, pero no saldremos de la noche a la mañana. El peor pronóstico ya es diagnóstico y se remonta a los ecos económicos de las secuelas de la Guerra civil. Hoy todavía nos parece mentira; escuchamos a Georgieva o al prudente gobernador del Banco de España, Hernández de Cos, y es como cuando el 11 de marzo la OMS declaró la pandemia. Cuesta tanto aceptar las malas noticias…

Vemos los grabados de la portuaria Venecia del medievo y nuestros aeropuertos, que se debaten entre abrir con todas las consecuencias o con restricciones. Venecia se las ingeniaba para burlar la peste y seguir comerciando sus especias, sedas, trigos y mercancías de reclamo. No tuvieron más remedio que inventar la cuarentena y crearon los lazaretos: los primeros hospitales de aislamiento de la historia fueron islas, el Lazzareto Vecchio era un islote veneciano. En nuestro caravasar turístico no nos va a quedar otra que convivir con el flagelo, hacernos amigos de la mala compañía y guardar las distancias. Ya no cabe aplicar el consejo de los sabios griegos, “Cito, Longe, Tarde”, a los infectados de la Edad Media: “Huye rápido y lejos, regresa tarde”, decían Hipócrates y Galeno. Nosotros necesitamos que el turista venga, pero sin el virus en el equipaje. Y tenemos los test, cosa que no tenían los venecianos, pero no podemos imponérselos a la fuerza a los huéspedes ni en origen ni en destino. Hasta esa aplicación móvil de rastreo de contagios que inaugura La Gomera mañana, de la que carecía Venecia en la peste negra, no está consensuada y despierta recelos. La enfermedad del mundo ha de ser compatible con la libertad personal adquirida en los siglos que separan la cuarentena medieval del estado de alarma en 2020.

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