por qué no me callo

El test en agua de borrajas

Esta es la semana de la gran antesala, antes de entrar en la normalidad definitiva, que solo tiene de nueva el nombre. Estas cosas las hemos leído en los cuentos de Borges, en El libro de la arena, aquella ración de historias donde algunos personajes vivían de puertas adentro o se encerraban con turbios propósitos, como Avelino Arredondo, antes de matar al presidente. Con el bullicio de la desescalada hemos olvidado el silencio que entraba por la ventana como una revelación del sonido que impera en el cielo, en lo eterno, ese tiempo muerto, y que se fue debilitando con la tos del fin del estado de alarma.

Con inevitable desencanto y sana envidia vemos a Galicia tocando ayer la meta y creemos merecerla también. Tuvimos la primicia del virus (Hermigua, 31 de enero) y albergábamos la novelería de ser, a su vez, los primeros en llegar al día después. Se ha impuesto la mesura y la prevención con la máxima del test en origen, pero ayer la ministra de Turismo, Reyes Maroto, arrojó un jarro de agua fría, en diálogo con Pedro Martín: el PCR no cuenta con respaldo europeo, ni parece legal su imposición en destino. La columna vertebral del discurso canario de turismo seguro acaba de caerse del pedestal.

Los aviones vendrán el 1 de julio como agua de mayo y las fronteras serán abiertas el domingo como los estadios, acaso sin público, sin pasajeros, pero es cierto que venimos de verle las orejas al lobo y es de temer que este se disfrace de turista. Con todo, no será fácil resolver el sudoku del desconfinamiento. Todo lo fácil que fue decretar la alarma y encerrar el país entre cuatro paredes se torna cuesta arriba reactivar cada sector como si aquí no hubiera pasado nada. El turismo será otra cosa mientras dure este entreacto a la espera de una vacuna. Y lo serán la industria y la agricultura, el comercio y el ocio… Acabamos de regresar al planeta y hemos puesto los pies en la tierra desde nuestra galaxia doméstica particular. Hemos vivido tres meses en la jaula, y la calle, los edificios, los coches, los árboles se nos antojan más grandes y robustos como en el cuento de Borges del magnicid. Este será el año en blanco. Transitamos, de modo inusitado, por un año fantasma, que nunca pudimos imaginarnos. Nunca antes había sido tan improductivo y vacuo el tiempo con sus acontecimientos. El propósito de este mes de junio es como el de un diciembre extemporáneo en el que hiciéramos balance y planes de futuro. Así julio contrae forma de enero sobrevenido. Partimos el año en dos y asignamos al resto funciones de un año corto, pero necesariamente nuevo. Si el virus vuelve en otoño o invierno con virulencia ya sabemos que 2020 ha sido un año nefasto por los cuatro costados. Si la nueva normalidad de este segundo semestre se comporta como tal y discurre sin altibajos, habrá sido una pesadilla, un mal sueño. Como una flota de naves que llevan a bordo dos millones doscientos mil pasajeros, a Canarias se le ha puesto cara de circunstancias. Llevar esta escuadra a buen puerto no será fácil, bajo las amenazas de contagios y rebrotes. No han prosperado los corredores verdes dentro de Europa. El continente no quiere que le impongan normas y Europa se resiste a costear pruebas de control sanitario a tutiplén. Esta tasa del PCR la tendrían que abonar los estados. Las aerolíneas y turoperadores miran para otro lado enarbolando la mascarilla por todo escudo de protección. Canarias ha sido la más enérgica exigiendo test para viajar. Baleares ha roto la baraja para abrazar al oso a ciegas y desde ayer espera acoger a más de diez mil alemanes con el solo requisito de rellenar un cuestionario. La ley de la selva de un sector que se rige por el movimiento de masas sugiere que los aviones irán cargados de turistas ansiosos tras el desconfinamiento a los destinos menos aprensivos. El tiempo, el virus y la vacuna tendrán la última palabra.

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