por qué no me callo

El espantapájaros

Esta última semana de agosto tiene el valor añadido de todo lo que se decide en el umbral. El último tramo. La recta final de un partido. El capítulo en que desemboca una buena novela. El suspense que precede al final de una película. Es la última semana antes de la vuelta de las vacaciones y estamos a las puertas del inicio del curso escolar. Alemania nos mira y si no cesa la escalada de positivos nos dice adiós al turismo. Holanda ya lo hizo ayer.

Hasta las horas de fuego en La Palma hacen juego con esta traca final del ferragosto. No hay agosto sin incendios, ni infierno sin caldera. Vivimos en el infierno como si tal cosa. Ya le hemos cogido el tranquillo al averno de Wuhan y nos acomodamos como podemos. Ha vuelto a estallarnos en la cara la Covid con esos rebrotes como auténticas llamaradas. La Palma y sus buenas noticias del domingo, en mitad de la ola de calor, ha sido una señal esperanzadora. Necesitamos un golpe de suerte después de la mala racha a la que nos hemos habituado con resignación. Pero, de igual manera que nos conjuramos todos a una contra la primera sospecha de pirómano cuando el monte se quema por varios sitios a la vez, echo en falta una reacción espontánea de rechazo y repudio ante los brotes de incivismo de jóvenes y no tan jóvenes desde el 21 de junio, fin del estado de alarma.

La barra libre de las fiestas sin medidas de protección, una estúpida invocación al contagio en botellones y reuniones familiares y toda clase de aquelarres sin distancia, mascarilla ni restricciones de tabaco han tirado por tierra todas las premisas que hacían decir de estas islas que eran un destino seguro. No lo es para el visitante ni para el habitante, porque se ha instalado en la sociedad una mezcla de inconsciencia y escepticismo que está resultando el mejor aliado del virus. La relajación de las normas parece escapar al control de las fuerzas de seguridad, que se revelan insuficientes para controlar al grueso de las infracciones.

No atribuyo esta escalada de positivos en Canarias a las manifestaciones de grupos negacionistas. Su incidencia de momento no es determinante. Algunos de sus referentes, como Miguel Bosé, dan muestras de doble lenguaje para sortear la acción de la ley y, en la práctica, provocan el efecto contrario en sectores que no tenían un criterio formado. La doctora Prego, de Médicos por la Verdad, no es la única espoleta del desvarío, todo el retroceso es fruto de una saciedad de pánico. Apetece frivolizar, deshacer el puzzle del temor y ahuyentar al virus con desdén. Pero no funciona. La infodemia, la saturación informativa sobre este monotema genera escepticismo y desinterés. Es una reacción emocional evidente que está afectando al comportamiento social. Aumenta el número de personas que no quieren consumir más noticias sobre el coronavirus y esa desmotivación desmoviliza a los ciudadanos. Si esto era una guerra, el virus, con su hartazgo mediático, ha logrado dividirnos. Ahora solo resta combatir las falacias y el recurrente argumento ad consequentiam (el que manipula a la opinión pública con falsas conclusiones) a base de campañas de mentalización como las de la DGT. La falacia del hombre de paja o espantapájaros consiste en este nuevo registro de la desinformación, lo que en nuestro caso sería deformar el verdadero riesgo de contraer la enfermedad con toda clase de argucias y falsas premisas, de las que se deduzca vivir despreocupadamente como si no nos salpicara, o ya sería mala pata que eso nos pasara a nosotros. El espantapájaros nos está haciendo mucho daño. Pronto Alemania nos dará un portazo. He visto a Merkel en un discurso televisado seria y solemne. No es posible un nuevo confinamiento, pero la imagen del Titanic, del barco que se hunde nos estremece a todos desde 1912. No hay mejor vacuna que el peligro real antes de que el antídoto nos proteja también del miedo.

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